Los bordes del pozo fueron revestidos de blindas de acero. Macizos cilindros de acero termorresistente se iban bajando a él a medida que alimentaba la profundidad. Llegaban ya a un lugar en que la temperatura del pozo subía a los trescientos grados. La temperatura se elevó repentinamente, de un salto, al llegar a los 5.000 metros de profundidad. En lo hondo del pozo perecieron los obreros que trabajaban en aquel turno y se fundieron dos hiperboloides.
Garin estaba descontento. El avance y el remache de los cilindros frenaban el trabajo. Como las paredes del pozo se recalentaban y tenían que refrigerarlas con aire comprimido, al enfriarse formaban ellas mismas una fuerte coraza. Las entibaban en diagonal, con vigas metálicas.
El diámetro de la mina no era muy grande: veinte metros. Había en su interior un complejo sistema de tubos de ventilación, entubaciones, cables, pozos de duroaluminio en cuyo interior se movían los cangilones, una explanada para los motores del elevador y plazoletas para las máquinas de aire líquido y los hiperboloides.
Todo —las jaulas de ascensión, los elevadores y las distintas máquinas— era accionado con electricidad. A los lados del pozo se abrían galerías para las máquinas y para que descansaran los obreros. A fin de descargar de trabajo el pozo principal. Garin abrió otro paralelo, de seis metros de diámetro. Este pozo comunicaba las galerías por medio de ascensores eléctricos, que se movían a la velocidad de un proyectil neumático.
El trabajo más importante, la perforación, se hacía combinando la acción de los rayos de los hiperboloides, del sistema refrigerante de aire líquido y de los elevadores que extraían la roca. Doce hiperboloides de construcción especial, alimentados por arcos voltaicos con carbones de chamonita, perforaban y fundían la roca; chorros de aire líquido la enfriaban instantáneamente. Fraccionándose en pequeñas partículas, la roca iba a parar a los cangilones de los elevadores. La ventilación se llevaba los residuos de la combustión y los vapores.