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Cuando el sol se levantó del tenue arrebol que se extendía sobre el arbolado de las islas, Tarashkin se desperezó, haciendo crujir sus brazos, y se encaminó, para recoger unas astillas, hacia el patio del club. Era poco más de las cinco de la mañana. Chirriaron los goznes de la cancela y, por el húmedo sendero, se acercó, llevando de la mano su bicicleta, Vasili Vitálievich Shelgá.

Era Shelgá un deportista muy entrenado, musculoso y ligero, de talla media y fuerte cuello, rápido, tranquilo y prudente. Trabajaba en una brigada de investigación criminal y practicaba el deporte a fin de no perder agilidad.

—¿Qué tal, camarada Tarashkin, no hay novedad? —preguntó Shelgá, dejando la bicicleta junto a la terracilla—. He venido a desentumecerme un poco… ¡Fíjate cuanta basura! ¡Es una vergüenza!

Shelgá se quitó la guerrera, se arremangó la camisa, descubriendo sus brazos, magros y musculosos, y se puso a limpiar el patio del club, en el que se veían, tirados por todas partes, restos de los materiales con que habían reparado el atracadero.

—Hoy vendrán los chicos de la fábrica y en una noche lo asearemos todo —dijo Tarashkin—. ¿Qué, Vasili Vitálievich, se apunta para el equipo de la yola de seis?

—No sé que decirte —respondió Shelgá, haciendo rodar un barril de alquitrán—. Hay que pegarles a los moscovitas, pero me temo que no podré asistir a todos los entrenamientos… Nos ha salido un asunto muy divertido.

—¿Bandidos otra vez?

—Te quedas corto. Criminales de categoría internacional.

—Es una lástima —observó Tarashkin—, pues podría usted participar en las regatas.

Shelgá salió al atracadero, contempló cómo encendían la superficie del río los alegres rayos del sol, golpeó en las tablas con el mango de la escoba y preguntó a media voz:

—¿Sabéis bien quién vive en los chalets cercanos?

—En algunos vive gente todo el año.

—¿Y no se mudó nadie a uno de los chalets a mediados de marzo?

Tarashkin miró de soslayo el río, iluminado por el sol, se rascó un pie con las uñas del otro y dijo:

—En aquel bosquecillo hay un chalet con las ventanas condenadas. Hace unas cuatro semanas, lo recuerdo bien, salía humo de la chimenea. Creímos que se habrían refugiado allí vagabundos o bandidos.

—¿Y no habéis visto a nadie de ese chalet?

—Espere, Vasili Vitálievich. Quizás viva allí la gente que he visto hoy.

Tarashkin habló a Shelgá de los dos hombres que habían desembarcado al amanecer en la pantanosa orilla.

Shelgá escuchaba diciendo de vez en cuando: “Sí, sí”, y sus punzantes ojos se convirtieron en dos finas rendijas. Luego, cuando Tarashkin hubo acabado su relato, dijo, llevándose la mano a la funda del revólver, que colgaba de su cinturón:

—Vamos, muéstrame el chalet ese.

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