Zoya Monroz mantenía contacto con algunos emigrados rusos. A uno de ellos, Semiónov, lo tenía a sueldo. Semiónov había acabado la carrera de ingeniero químico durante la guerra, fue después teniente, luego oficial blanco, y en la emigración se dedicaba a pequeñas comisiones, incluida la venta de vestidos usados a las prostitutas callejeras.
Semiónov dirigía el servicio de contraespionaje de Zoya Monroz. Le proporcionaba revistas y periódicos soviéticos y le comunicaba toda clase de datos, chismes y rumores Semiónov era cumplidor, enérgico y poco escrupuloso.
En cierta ocasión, Zoya mostró a Rolling un recorte de un periódico de Revel en el que se hablaba de un aparato de enorme fuerza destructiva que se estaba construyendo en Petrogrado. Rolling rió:
—Tonterías, eso no asusta a nadie… Tiene usted una imaginación excesivamente calenturienta. Los bolcheviques son incapaces de construir nada.
Entonces, Zoya invitó a Semiónov, que, de sobremesa, contó una extraña historia relacionada con aquel suelto.
“…En el año 1919 —dijo Semiónov—, encontré en Petrogrado, poco antes de mi huida, a un amigo polaco, Stas Tyklinski, que había estudiado conmigo en el Instituto de Tecnología. Llevaba a la espalda un saco, los pies, envueltos en pedazos de alfombra, y en el abrigo, cifras escritas con tiza, huellas de las colas. En pocas palabras, en nada se distinguía del resto de la gente. Sin embargo, parecía contento. Me hizo un guiño. Le pregunté qué ocurría “He dado con un filón de oro, con millones. ¡Qué digo millones! ¡Centenares de millones, en oro, naturalmente!” Yo, claro está, insistí en que me descubriera su secreto, pero él se desentendió con una broma. Nos separamos. Unas dos semanas después iba yo por Vasílievski Ostrov, donde vivía Tyklinski. Recordé las palabras que entonces cambiamos y me dije: voy a pedirle media libra de azúcar a ese millonario. Entré. Tyklinski yacía casi moribundo, con un brazo y el pecho vendados.
—¿Quién te ha puesto así?
—Espera —respondió—, si la virgen quiere que me levante, mataré a ese hombre.
—¿A quién?
—A Garin.
Me contó entonces, muy vaga y nebulosamente, sin querer dar detalles, que un viejo amigo, el ingeniero Garin, le había propuesto hiciese unas bujías de carbón para un aparato de extraordinaria fuerza destructiva. A fin de interesar a Tyklinski, le prometió parte de las ganancias, Garin pensaba fugarse con el aparato a Suecia una vez terminados los experimentos, patentarlo y ocuparse él mismo de su explotación.
Tyklinski se puso a trabajar lleno de entusiasmo. Quería conseguir que las bujías fueran pequeñas y proporcionasen la mayor cantidad posible de calor. Garin mantenía en secreto la construcción del aparato, alegando que era extraordinariamente sencilla y, por ello, la más ligera alusión podría descubrir el secreto. Tyklinski lo abastecía de bujías, pero no logró ni una sola vez que le mostrase el aparato.
Aquella desconfianza ponía a Tyklinski fuera de sí. Entre los amigos se producían frecuentes altercados. Un día, Tyklinski siguió furtivo a Garin hasta el lugar en que llevaba a cabo los experimentos: una casa medio derruida en una sorda calle de la barriada Petrográdskaia. Tyklinski entró en la casa en pos de Garin y estuvo largo rato errando por escaleras y habitaciones vacías y con los cristales rotos, hasta que, al fin, percibió en el sótano un fuerte ruido, como el que produce un chorro de vapor, y el conocido olor de las bujías de carbón al arder.
Tyklinski bajó cautelosamente al sótano, pero tropezó con un montón de ladrillos rotos, cayó, levantando mucho ruido y, a unos treinta pasos de distancia, tras un arco, vio el crispado rostro de Garin, iluminado por un quinqué. “¿Quién hay ahí?”, rugió Garin, y, en aquel mismo instante, un cegador rayo del grueso de una aguja de hacer punto saltó de la pared y golpeó a Tyklinski, oblicuamente, en el pecho y en el brazo.
Tyklinski volvió en sí al amanecer, estuvo pidiendo socorro largo rato y salió a rastras del sótano, manando abundante sangre. Unos transeúntes lo recogieron y lo llevaron a casa en un carrito de mano. Apenas si se había repuesto, cuando estalló la guerra con Polonia y tuvo que escapar de Petrogrado”.
Este relato causó a Zoya Monroz una profunda impresión. Rolling sonrió incrédulo: sólo tenía fe en la fuerza de los gases asfixiantes. Para él, los acorazados, las fortalezas, los cañones y los grandes ejércitos eran vestigios de la barbarie. Los aviones y las substancias químicas eran para él las únicas armas en cuya fuerza creía. Aquellos cuentos acerca de unos aparatos construidos en Petrogrado no podían ser más que absurdos y tonterías.
Sin embargo, Zoya Monroz no se dio por satisfecha. Envió a Semiónov a Finlandia para que adquiriera datos exactos acerca de Garin. Un oficial blanco pagado por Semiónov cruzó en esquíes la frontera rusa, encontró a Garin en Petrogrado, habló con él y hasta le propuso trabajar de acuerdo. Garin se mostró muy prudente y receloso. Por lo visto, sabía que desde el extranjero seguían su actividad. De su aparato dijo que un poder fabuloso esperaba a quien lo poseyera. Los experimentos habían dado resultados brillantísimos. El ingeniero aguardaba únicamente a que terminaran los trabajos de producción de las bujías.