Garin, Cermak y el ingeniero Scheffer bajaron en el ascensor a lo hondo del pozo principal. Por las ventanillas de mica se veían infinitas hileras de tuberías, cables, entubaciones, cangilones, explanadas y puertas metálicas.
Dejaron atrás dieciocho capas de la corteza terrestre, en las cuales, como en las de un árbol, podían estudiarse las épocas de la vida del planeta. La vida orgánica comenzaba en la cuarta capa “a partir del fuego”, formada por el océano paleozoico. Sus aguas vírgenes estaban saturadas de una fuerza vital hoy desconocida. Contenían sales radiactivas y gran cantidad de ácido carbónico. Era aquella el “agua de la vida”.
En los albores de la era siguiente —la mesozoica—, de las aguas de aquel océano salieron gigantescos monstruos. Durante millones de años estremecieron la tierra con sus gritos de ansia y de celo. Más arriba, en las capas de la mina, se encontraban restos de pájaros, y más arriba aún, de mamíferos. Luego se acercaba el período glacial, la adusta mañana nevada de la humanidad.
El ascensor cruzaba la última capa, la capa diecinueve, originada por el fuego y el caos de las erupciones. Era la tierra de la era arcaica una capa compacta de granito negro-purpúreo.
Garin, impaciente, se mordía la uña del pulgar. Los tres callaban. Costaba trabajo respirar. Llevaban, a la espalda, sendos oxigenadores. Se oía el rugir de los hiperboloides y explosiones.
El ascensor entró en una franja de clara luz eléctrica y se detuvo sobre un enorme embudo en el que se recogían los gases. Garin y Scheffer se pusieron unos cascos de goma redondos, parecidos a las escafandras de los buzos, y penetraron por una de las escotillas del embudo hasta una angosta escalera metálica que conducía perpendicularmente abajo. Empezaron el descenso. Terminaba la escalera, cuya altura era la de una casa de cinco pisos, en una plazoleta circular. En ella, varios obreros desnudos de cintura arriba, también con cascos redondos y con oxigenadores a la espalda, estaban sentados en cuclillas sobre los hiperboloides. Mirando abajo, a lo hondo de la rumoreante cima, los obreros controlaban y dirigían los rayos.
Idénticas escaleras verticales, con peldaños hechos de barras metálicas redondas, unían aquella plazoleta con el sector interior. En él se encontraban los refrigeradores de aire líquido. Obreros enfundados de la cabeza a los pies en fieltro impermeable, provistos asimismo de oxigenadores, dirigían desde allí el funcionamiento del sistema de refrigeración y de los cangilones de los elevadores. Aquél era el lugar más peligroso para el trabajo. Bastaba un movimiento en falso para ir a parar bajo el cortante rayo del hiperboloide. Abajo, la roca caliente estallaba al chocar contra ella los chorros de aire líquido. De abajo volaban pedazos de roca y gases.
Los elevadores extraían unas cincuenta toneladas por hora. El trabajo avanzaba de prisa. Al mismo tiempo que los cangilones iban ahondando, descendía todo el sistema, “el topo de hierro”, construido conforme los diseños de Mántsev y compuesto de la plazoleta superior, con los hiperboloides, y el embudo que recogía los gases. Las entubaciones empezaban más arriba del “topo de hierro”.
Scheffer tomó de un cangilón un puñado de polvo gris. Garin lo desmenuzó entre los dedos. Con impaciente gesto pidió un lápiz. Escribió en una cajetilla de cigarrillos.
“Escorias pesadas. Lava”.
Scheffer asintió con la cabeza, cubierta con el redondo casco de goma provisto de lentes. Avanzando cautelosamente por el borde de la plazoleta circular, se detuvieron ante los aparatos colgados de la monolítica pared de la mina con unos cables de acero y que bajaban a medida que descendía todo el “topo de hierro”. Eran barómetros, sismógrafos, brújulas y péndulos que registraban el aumento de la fuerza de atracción en la profundidad dada, y aparatos de registro de los fenómenos electromagnéticos.
Scheffer señaló con el dedo un péndulo, quitó a Garin la caja de cigarrillos y escribió en ella, pausadamente, con su pulcra y caligráfica letra alemana:
“La fuerza de atracción se ha elevado en 0,09 desde ayer por la mañana. A esta profundidad hubiera debido bajar a 0,98; en lugar de ello, tenemos un aumento de 1,07…”
—“¿Imanes?” —escribió Garin.
Scheffer respondió:
“Desde esta mañana, los indicadores magnéticos marcan cero. Hemos descendido más abajo del campo magnético”.
Apoyando las manos en las rodillas, Garin miró largamente abajo, al negro pozo que iba estrechándose hasta formar un punto apenas visible, donde gruñía, penetrando más y más en la tierra, el “topo de hierro”. Desde aquella mañana, el pozo comenzaba a atravesar la capa olivínica.