Vistiendo una blusa de seda negra, como las modistillas, y una falda corta, la cara muy empolvada, y las pestañas con abundante azul, Zoya Monroz se apeó del autobús en la Puerta de Saint-Denis cruzó la bulliciosa calle y entró en “El Globo”, enorme café con salida a dos calles y en el que se reunían todos los cantantes de Montmartre, mediocres actores, ladrones, prostitutas y jóvenes anarquistas de esos que, con cincuenta céntimos en el bolsillo, van y vienen por los bulevares, lamiéndose sus labios, resecos por la fiebre, y ansiando mujeres, zapatos, ropa interior de seda y todo lo del mundo…
Zoya Monroz buscó un velador libre. Encendió un cigarrillo y descansó una pierna sobre la otra. Inmediatamente pasó junto a ella, con galicoso andar, un hombre que barbotó con voz aguardentosa: “¿Por qué estás de mal humor, nena?” Zoya miró hacía otro lado. Otro parroquiano, sentado tras un velador, entornó los ojos y le sacó la lengua. Un tercero acercándose presuroso, como si se hubiese equivocado, dijo: “Kiki, por fin te he encontrado…” Zoya lo mandó al cuerno, parca en palabras.
Por lo visto, había tenido éxito, aunque trataba de parecer una mujer de la calle. En “El Globo” tenían buen olfato para las mujeres. Zoya pidió al camarero un litro de tinto y quedó inmóvil, las mejillas apoyadas en las manos, ante el vaso de morapio. “Eso no está bien, pequeña, empiezas a alcoholizarte”, le reprochó un viejo actor, que pasó junto a ella, dándole unas palmaditas en la espalda.
Zoya se había fumado ya tres cigarrillos. Por fin, pausadamente, se acercó la persona que ella esperaba: un hombre hosco y corpulento, de frente estrecha y ojos fríos. Llevaba retorcidas hacia arriba las guías del bigote, y el cuello de la camisa de color se le hinchaba en el fuerte pescuezo. Iba impecablemente vestido, sin excesivo chic. Se sentó frente a Zoya y la saludó conciso. El hombre miró en torno, y algunos bajaron la vista. Era Gastón Nariz de Pato, en el pasado ladrón y punto fuerte en la banda del famoso Bonot. En la guerra había llegado a suboficial, y después de la desmovilización se dedicaba al tranquilo trabajo de chulo de postín.
Por entonces lo mantenía la célebre Susana Bourget. Pero Susana se estaba marchitando. Descendía a un peldaño que Zoya Monroz había salvado hacía tiempo. Gastón Nariz de Pato decía:
—Susana tiene un cuerpo que vale un capital, pero no sabe explotarlo. No percibe el espíritu de la época. ¿A quién pueden asombrar sus bragas con puntilla y sus baños de leche por las mañanas? Eso es viejo y ya no vale más que para los bomberos de provincias. Juro por el gas mostaza que me quemó la espalda junto a la casa del barquero del Isere, que una prostituta moderna, si quiere ser una mujer chic, debe tener en su habitación un aparato de radio, dedicarse al boxeo, ser punzante como el hilo de las alambradas, estar entrenada como un mozo de dieciocho años, saber andar sobre las manos y saltar al agua desde una altura de veinte metros. Debe asistir a las reuniones de los fascistas, hablar de gases asfixiantes y cambiar de querido cada semana, para que no se acostumbren a hacer cochinerías. La mía, fíjese usted, se mete en una bañera llena de leche, como si fuera un salmón noruego, y sueña con una granja de cuatro hectáreas. Es tonta de remate, se ve que ha sido pupila en una casa de trato.
Gastón sentía grandísimo respeto por Zoya Monroz. Cuando se veían en los restaurantes nocturnos, la sacaba muy correcto a bailar y le besaba la mano, cosa que no hacía con ninguna otra mujer en París. Zoya apenas si saludaba a la famosa Susana Bourget, pero estaba en buenas relaciones con Gastón, que cumplía, de vez en cuando, sus más delicadas comisiones.
Aquella mañana, Zoya había enviado recado a Gastón de que deseaba verle urgentemente en “El Globo”, adonde ella misma acudió con mi sugestivo disfraz de modistilla. Gastón sabía conducirse y, al verla, no hizo más que apretar las mandíbulas.
Bebiendo a pequeños tragos el ácido vino y entornando los ojos para evitar el humo de la pipa, escuchaba con aire sombrío lo que decía Zoya. Al terminar, ella chasqueó los dedos. Gastón objetó:
—Eso es peligroso.
—Gastón, si sale bien, será usted rico mientras viva.
—¿Sabe, señorita?, no hay suma por la que me encargue hoy de robar o de matar a alguien. Los tiempos no están para eso. Hoy los apaches prefieren servir en la policía, y los ladrones profesionales, editar periódicos y dedicarse a la política. Hoy sólo matan y roban los novatos, gente de provincias y chicos a quienes han pegado alguna enfermedad venérea. Además, en seguida se apuntan en la policía. ¿Qué se le va a hacer? Los hombres maduros debemos buscar puertos tranquilos. Si piensa pagarme con dinero, me niego. Otra cosa sería hacerlo por usted. En tal caso, yo arriesgaría la pelleja.
Zoya despidió una fina vedija de humo por entre sus coralinos labios, sonrió tiernamente y descansó su bella mano en la manga de Nariz de Pato.
—Me parece que nos pondremos de acuerdo.
A Gastón se le dilataron las aletas de la nariz y se le movió el bigote. Sus violáceos párpados se cerraron para ocultar el encendido brillo de los saltones ojos.
—¿Quiere usted decir que puedo presentar a Susana la dimisión?
—Sí, Gastón.
Nariz de Pato se dobló sobre la mesa y apretó en su mano la copa.
—¿Y mi bigote olerá a su piel?
—Creo que es inevitable, Gastón.
—Está bien —Gastón volvió a la posición que ocupara antes—. Está bien. Todo se hará como usted lo desee.