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Rolling se levantó de un salto, las aletas de la nariz dilatadas, una abultada vena pulsando entre sus cejas. El rey de la industria química se llegó de un salto a la puerta, la cerró con llave, acercóse después a Semiónov, descansó una mano en el respaldo del sillón y se aferró con la otra al borde de la mesa. Inclinándose hacia el emigrado ruso, le espetó:

—Miente usted.

—¿Qué necesidad tengo yo de mentir? La cosa ha ocurrido así: Stas Tyklinski vio en la central de correos de Petrogrado al doble de Garin, cuando el hombre enviaba un telegrama, y pudo leer la dirección: “París, boulevar des Batignolles…” Tyklinaki llegó ayer de Varsovia, yo le acompañé inmediatamente a ese bulevar, en un café, nos dimos de narices con Garin o con su doble, allá lo entienda el diablo.

Rolling escrutó el pecoso rostro de Semiónov. Luego, irguiéndose, dejó escapar una bocanada de aire fétido.

—Comprenderá usted perfectamente que no estamos en la Rusia soviética, sino en París. Si preparan ustedes un asesinato, yo no haré nada por salvarles de la guillotina. Pero si intentan engañarme, los machacaré.

Rolling se sentó en su sillón, abrió con gesto de repugnancia el talonario, diciendo:

—Veinte mil no le daré, con cinco mil ya está bien…

Extendió el cheque, lo empujó con la uña hacia Semiónov y después —sólo por un segundo— apoyó los codos en la mesa y se oprimió el rostro con las manos.

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