—Señores, ha llegado el momento más crítico de nuestro trabajo. Yo lo esperaba y me he preparado, pero ello, claro está, no hace menor el peligro. Estamos bloqueados. Se acaba de recibir un radiograma: dos barcos nuestros, cargados de vigas de perfiles especiales para entubar la mina, de conservas y de carne congelada, han sido detenidos por un crucero americano, y la carga, confiscada. Eso quiere decir que ha empezado la guerra. Debemos esperar que sea declarada oficialmente de un momento a otro. Uno de mis fines más inmediatos es la guerra. Pero comienza antes de lo que yo quisiera. En el continente se han puesto demasiado nerviosos. Yo adivino su plan: nos temen y tratarán de rendirnos por hambre. Debo informarles que en la isla hay víveres para dos semanas, sin contar el ganado vivo. En esos catorce días debemos romper el bloqueo y traer conservas. La tarea es difícil, pero se puede cumplir. Además, mis agentes han sido detenidos al presentar, para su pago, cheques firmados por Rolling. Nuestra caja está vacía. Hemos gastado hasta el último céntimo, trescientos cincuenta millones de dólares. Dentro de una semana debemos pagar a los obreros, y, si lo hacemos con cheques, se amotinarán y paralizarán el funcionamiento del hiperboloide. Por consiguiente, nos vemos obligados a conseguir dinero en el transcurso de siete días.
La reunión se celebraba al caer la tarde en el despacho de Garin, que aún no había sido terminado del todo. Asistían Cermak, el ingeniero Scheffer, Zoya, Shelgá y Rolling. Garin, como siempre que había peligro y tenía que poner en tensión el cerebro, hablaba sonriendo, balanceándose sobre los tacones, las manos hundidas en los bolsillos. Zoya presidía, empuñando un martillito. Cermak, bajo, nervioso, con los ojos congestionados, tosió, para aclararse la garganta, y dijo:
—La segunda ley de la Isla de Oro reza así: nadie debe intentar conocer el secreto del hiperboloide. Quien se atreva a tocar, aunque solo sea, la cubierta del hiperboloide, será condenado a muerte.
—Sí —dijo Garin—, eso dice la ley.
—Para cumplir con éxito las tareas que usted ha señalado, deben funcionar simultáneamente tres hiperboloides, por lo menos: uno para conseguir el dinero, otro para romper el bloqueo y otro para defender la isla. Deberá usted hacer una exclusión de la ley para dos ayudantes.
Siguió una pausa. Los hombres miraban el humo de sus cigarros. Rolling, pensativo, olfateaba su pipa. Zoya volvió la cabeza hacia Garin. El dijo:
—Está bien. (Hizo un gesto frívolo.) Pueden publicarlo. La segunda ley no se extiende a dos habitantes de la isla: a madame Lamolle y a…
Inclinándose con gesto alegre sobre la mesa y dando una palmada en el hombro a Shelgá, Garin añadió:
—Y a él. Shelgá es la segunda persona a la que confío el secreto del aparato…
—Se ha equivocado, camarada —respondió Shelgá, quitando de su hombro la mano de Garin—, yo me niego.
—¿Por qué razón?
—No estoy obligado a dar explicaciones. Piénselo y lo adivinará.
—Le encomiendo a usted que destruya la flota americana.
—La comisión es bien simpática, huelga decirlo, pero no puedo.
—¿Por qué, voto al diablo?
—¿Por qué? Porque ése es un camino resbaladizo…
—Cuidado, Shelgá…
—Ya lo tengo…
Garin mostró los dientes, y su barbita púsose enhiesta. Se contuvo. Preguntó, sin alzar la voz:
—¿Maquina usted algo?
—Yo, Piotr Petróvich, obro a las claras. No oculto nada.
Aquella breve conversación fue mantenida en ruso. Nadie, aparte de Zoya, entendió palabra. Shelgá volvió a ponerse a dibujar garabatos en una hoja de papel. Garin dijo:
—Así, pues, mi ayudante, en lo que se refiere a los hiperboloides, será una sola persona: madame Lamolle. Si está de acuerdo, señora mía, el “Arizona” tiene, las calderas encendidas, mañana puede zarpar…
—¿Qué debo hacer en el océano? —preguntó Zoya.
—Saquear todos los buques en las líneas de la compañía Transpacífico. Dentro de una semana debemos pagar a los obreros.