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El viento agitaba la blanca falda. Zoya subió a la cubierta superior, donde se encontraba la cabina del radiotelegrafista. Entornando los ojos, aspiró el salino aire del mar. Desde arriba, desde el puente de mando, parecía infinita la luz solar que caía sobre el rugoso cristal de las aguas.

Zoya quedó como embrujada, ambas manos puestas en la barandilla. El fino cuerpo del yate, alzado el bauprés, volaba, entre ligeros soplos de viento, por aquella luz que besaba el agua.

El corazón latía tumultuoso, en un arrebato de felicidad. A Zoya le parecía que si soltaba la barandilla se elevaría al aire. El hombre es una creación maravillosa. ¿Con qué magnitud pueden medirse sus inesperadas mudanzas? Las malignas irradiaciones de su voluntad, el fluido veneno de la codicia, su alma, que se hubiera podido suponer hecha añicos, todo el vergonzoso y oscuro pasado de Zoya había desaparecido, diluyéndose en aquella luz solar…

“Soy joven, joven —se dijo en la cubierta del barco con el bauprés levantado hacia el sol—, bella y buena”.

El viento acariciaba su cuello y sus mejillas. Zoya deseaba ardientemente ser feliz. Incapaz aún de apartarse del sol, el cielo y el mar, hizo girar la fría manecilla de la puerta y entró en la cabina de cristal, con los stores bajados en la parte soleada. Zoya tomó los auriculares. Se acodó en la mesa y se tapó los ojos con los dedos, el corazón latiéndole aún tumultuoso. Luego dijo al segundo.

—Déjeme sola.

El hombre salió, mirando con el rabillo del ojo a madame Lamolle. Además de ser endiabladamente bonita, fina, esbelta y “chic”, aquella mujer despertaba en los hombres una inquietud inexplicable.

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