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El alto y cano ayuda de cámara, con librea y medias blancas, entró de puntillas en el dormitorio, dejó en la mesita de noche una jícara de chocolate con bizcochos y, con leve susurro, descorrió los estores de las ventanas. Garin abrió los ojos y dijo:

—Un cigarrillo.

No podía desembarazarse de la costumbre, muy extendida en Rusia, de fumar en ayunas, aunque sabía que la alta sociedad americana se interesaba por cada paso, por cada movimiento, por cada palabra suya y estimaba que fumar en ayunas era un síntoma de depravación.

Toda la prensa americana publicaba a diario artículos para justificar el pasado de Piotr Garin. Si antes bebía vino, era por fuerza mayor, ya que en realidad odiaba el alcohol; sus relaciones con madame Lamolle eran puramente fraternales, y se basaban en su afinidad espiritual; resultaba que la ocupación predilecta de Garin y de madame Lamolle en sus horas de ocio consistía en leer en voz alta capítulos de la Biblia; sus acciones violentas (el asunto de Ville d'Avray, la voladura de las fábricas químicas, el hundimiento de la escuadra americana, etc.) se debían, unas a fatales casualidades y otras a la falta de precaución al manejar los hiperboloides; en todo caso, el gran hombre estaba sincera y profundamente arrepentido de todo ello y dispuesto a creer en la santa madre Iglesia para borrar definitivamente sus involuntarios pecados (entre las iglesias protestante y católica ya había comenzado la lucha por Piotr Garin); por último le atribuían que, desde la infancia, practicaba, por lo menos, diez deportes.

Después de fumarse un grueso cigarrillo, Garin miró de reojo el chocolate. Si hubiera sido en los tiempos en que lo consideraban un canalla y un bandido, hubiera pedido un sifón y coñac, para entonar bien los nervios, pero, ¿acaso podía el dictador de medio mundo beber coñac por las mañanas? Tan inmoral conducta hubiera apartado de él a toda la gran burguesía, que, cual segunda guardia napoleónica, se agrupaba en torno a su trono.

Con una mueca de disgusto, probó el chocolate. El ayuda de cámara, que se encontraba de pie junto a la puerta, preguntó a media voz, con una expresión de solemne tristeza:

—¿Permite el señor dictador que pase su secretario particular?

Garin se sentó perezosamente en la cama y se puso un pijama de seda:

—Que pase.

Entró el secretario. Se inclinó dignamente tres veces ante el dictador: una junto a la puerta, otra en medio de la habitación y la tercera cerca ya de la cama. Dio los buenos días. Miró por un segundo, con el rabillo del ojo, la silla cercana.

—Siéntese —dijo Garin y bostezó con tanta fuerza que se oyó el chocar de sus dientes.

El secretario particular tomó asiento. Iba vestido de negro y era de edad media, huesudo, de frente surcada de arrugas y mejillas hundidas. Siempre tenía los ojos entornados. Lo consideraban el hombre más elegante del Nuevo Mundo y, como lo sospechaba Garin, los grandes financieros le habían proporcionado el cargo aquel para que espiase al dictador.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Garin—. ¿Qué tal el oro?

—Sube.

—Despacio, ¿sí?

El secretario levantó los párpados melancólicamente y respondió:

—Sí, despacio. Por ahora, despacio.

—¡Canallas!

Garin metió los pies en sus zapatillas de brocado y se puso a ir y venir por la blanca alfombra del dormitorio.

—¡Canallas, hijos de perro, asnos!

Espontáneamente se llevó la mano izquierda a la espalda, con el pulgar de la derecha se sujetó los tirantes del pijama y, un mechón caído sobre la frente, prosiguió sus idas y venidas por la habitación. Por lo visto, el momento aquel le pareció también histórico al secretario, pues se irguió en la silla, sacando el pescuezo del cuello postizo almidonado, y parecía escuchar los pasos de la historia.

—¡Canallas! —repitió Garin por última vez—. Yo estimo que esa lentitud con que sube el oro es desconfianza en mí. ¡Desconfianza en mí!, ¿comprende? Editaré un decreto prohibiendo la venta libre de lingotes de oro bajo pena de muerte… Escriba.

Garin se detuvo y, mirando severo las rosadas posaderas de “Aurora”, que volaba en el techo, entre nubecillas y cupidos, se puso a dictar:

“A partir de hoy, por disposición del senado…” Cuando hubo terminado con el decreto, se fumó otro cigarrillo. Tiró la colilla en la jícara de chocolate, a medio tomar. Luego preguntó:

—¿Qué más novedades hay? ¿No se ha descubierto ningún complot contra mi vida?

Con sus finos dedos de largas y pulidas uñas, el secretario sacó de la cartera una hoja de papel, la leyó en silencio, miró al dorso, le dio la vuelta y dijo:

—Ayer por la tarde y hoy a las seis y media de la mañana, la policía ha descubierto dos nuevos complots contra su persona, sir.

—¡Ah! ¡Muy bien! Publíquenlo en los periódicos. ¿Quién ha sido? Confío en que la muchedumbre misma habrá ajustado las cuentas a los canallas. ¿Eh?

—Anoche fue descubierto en el parque, frente al palacio, un joven, al parecer obrero, que llevaba en los bolsillos dos tuercas de medio kilo cada una. Desgraciadamente, era tarde, en el parque no había nadie, y sólo algunos transeúntes que se enteraron del peligro que había corrido la vida de nuestro adorado dictador dieron de puñetazos al canalla. Ha sido detenido.

—Esos transeúntes ¿eran particulares o agentes de la policía?

Al secretario le temblaron los párpados, sonrió con un ángulo de la boca, con aquella inimitable sonrisa, que no tenía igual en todos los Estados Unidos:

—Por supuesto, sir, eran particulares, honrados comerciantes, fieles a usía, sir.

—Establece cómo se llaman esos comerciantes —dictó Garin—, y expresales en la prensa mi caluroso agradecimiento. Al bandido ese, castigarlo con todo el rigor de la ley. Una vez se haya dictado la sentencia, lo indultaré.

—El segundo atentado también se ha producido en el parque —continuó el secretario—. Se ha descubierto a una dama que miraba hacía las ventanas de su dormitorio, sir. Se le ha quitado un pequeño revólver.

—¿Es jovencita?

—Tiene cincuenta y tres años. Es una solterona.

—¿Y que ha hecho la multitud?

—Se ha limitado a arrancarle de la cabeza el sombrero, a romper su paraguas y a pisotear su bolso. Ese entusiasmo relativamente débil se debe a lo temprano de la hora y al triste aspecto de la dama esa, pues la acometió un desmayo al ver a la enfurecida muchedumbre.

—Dar un pasaporte para el extranjero a esa vieja lechuza y expulsarla inmediatamente de los Estados Unidos. La prensa no debe comentar mucho el incidente. ¿Qué más hay?


A las nueve menos cinco, Garin se dio una ducha y luego se puso en manos del peluquero y de sus cuatro ayudantes. Tomó asiento en un sillón especial, parecido a los de los dentistas y cubierto con una sábana de lino, que se encontraba ante un triple espejo. Al mismo tiempo que le daban en la cara un baño de vapor, dos rubias cuidaban con limas, tijeras y polissoires las uñas de sus manos, y dos avezadas mulatas, las de sus pies. El pelo se lo perfumaron con distintas aguas aromáticas y esencias, se lo rizaron con tenacillas y se lo peinaron de modo que le cubriera la incipiente calvicie. Un barbero a quien se había otorgado el título de baronet por su maravilloso arte, afeitó a Piotr Petróvich y luego le perfumó la cara y la cabeza con distintas esencias: el cuello con agua de rosas, las orejas con Chipre, las sienes con Bouquet Vernais, las comisuras de los labios con “Rama de manzano” (“Grab Aple”) y la barbita con la deliciosa esencia “Crepúsculo”.

Después de todas aquellas manipulaciones, el dictador estaba como para envolverlo en papel de seda, meterlo en un estuche y enviarlo a una exposición. Garin tuvo que hacer un gran esfuerzo para aguantar hasta el fin. Era objeto de aquellas manipulaciones todas las mañanas, y los periódicos hablaban de su “cuarto de hora después del baño”. ¡De aquello no había quien lo salvara!

Pasó luego Garin al guardarropa, donde le estaban esperando dos lacayos y el ayuda de cámara, a quien ya conocemos, con los calcetines, las camisas, los zapatos, y demás accesorios de su atavío. Aquel día, Garin eligió un traje marrón jaspeado. Los canallas de los reporteros habían propalado que el dictador escogía sus corbatas con un gusto extraordinario. En fin, tuvo que resignarse y afinar todo lo posible. Detuvo aquella mañana su elección en una corbata con todos los colores de las plumas del pavo real. Blasfemando a media voz, en ruso, se la anudó él mismo.

Mientras se dirigía al comedor, de estilo medieval, exclamó mentalmente:

“¡Este maldito régimen no hay quien lo aguante mucho tiempo, qué diablos!”

Mientras desayunaba (por cierto sin una gota de alcohol), el dictador debía examinar su correspondencia. Sobre una bandeja de porcelana de Sevres podían verse unas trescientas cartas. Mientras engullía un pescado ahumado frito, insípido jamón y papillas de avena sin sal (el desayuno de los deportistas y los hombres de buenas costumbres). Garin tomaba al azar algunos sobres, crujientes como el hojaldre. Los abría con el sucio tenedor y leía:

“Mi corazón late desbocado, la emoción apenas si me deja escribir estas líneas… ¿Qué pensará usted de mí? ¡Dios mío! Le amo. Le amo desde el instante en que vi en el periódico (aquí venía el título) su retrato. Soy joven. Hija de padres muy respetables. Me llenaría de entusiasmo ser esposa y madre…”

Por lo común, adjuntaban una fotografía. Las cartas llegadas de todos los confines de América eran mensajes de amor. Aquellas fotografías (en el transcurso de un mes se habían acumulado decenas de millares), aquellas caritas de opulenta cabellera, ojos inocentes y naricillas estúpidas infundían un tedio espantoso, mortal. ¿Valía la pena haber recorrido el vertiginoso camino desde la isla Krestovski hasta Washington, desde el frío cuartucho en la solitaria casa de la barriada Petrográdskaia por el que Garin iba y venía de un ángulo a otro, estrujándose las manos, buscando una salida, si es que existía, a su situación, la fuga en el “Bibigonda”, —hasta su dorado sillón presidencial en el Senado, adonde debería ir pasados veinte minutos— valía la pena haber horrorizado al mundo, haber alcanzado el océano de oro y haber llegado a ser dueño y señor del universo, para caer en la ratonera de aquella aburridísima vida propia del último filisteo?

—¡Puf, diablos!

Garin arrojó la servilleta y tabaleó con los dedos en la mesa. No se le ocurría nada. Nada más podía desear. Había llegado a la cumbre. Era dictador. ¿Y si exigía que lo coronasen emperador? No, entonces le harían la vida imposible del todo. ¿Y si se escapaba? ¿A dónde? ¿Para qué? ¿A reunirse con Zoya? ¡Ay, Zoya! En sus relaciones con ella había desaparecido lo principal, lo que nació aquella noche húmeda y tibia en el viejo hotel de Ville d'Avray. Entonces, bajo el rumorear de los árboles en el parque, entre morbosas caricias, nació la fantástica aventura de Garin. Entonces aleteaba el entusiasmo de la lucha en perspectiva. Entonces le fue fácil decir: pondré el mundo a tus pies… Garin había vencido. Había puesto el mundo a sus pies… Pero Zoya estaba lejos de él, era una extraña, madame Lamolle, la reina de la Isla de Oro. Y el aroma de su pelo y la fija mirada de sus ojos fríos y soñadores volvían loco a otro. Mientras, él, Garin, el vencedor del mundo, comía papillas sin sal y examinaba, entre bostezos, las necias caritas de las fotografías. El fantástico sueño que viviera en Ville d'Avray se había esfumado… Ahora tenía que editar decretos, desempeñar el papel de gran hombre, ser decentísimo en todos los aspectos… ¡Diablos…! ¡Qué a gusto pediría una botella de coñac…!

Se volvió hacia los lacayos, que se encontraban plantados junto a la puerta, con trazas de muñecos de panóptico. Inmediatamente, dos de ellos se adelantaron, uno se inclinó con aire interrogante, y el otro dijo con voz de marica:

—El automóvil está esperando, señor dictador.

El dictador entró en el Senado taconeando insolente. Después de sentarse en su dorado sillón, profirió con voz metálica la frase de ritual con que abría las sesiones. Su rostro, con las cejas fruncidas, expresaba energía y decisión. Decenas de máquinas de retratar y de cámaras de cine lo filmaron en aquel instante. Centenares de bellas mujeres que ocupaban los palcos para el público lo miraban arrobadas, dándole a entender que eran suyas.

Aquel día, el Senado debía conferirle los títulos de lord de Gales del Sur, duque de Nápoles, conde de Charleroi, barón de Munchausen y coemperador de todas las Rusias. En nombre de los Estados Unidos de Norteamérica donde, desgraciadamente, por ser un país democrático, no había títulos, le asignaron el tratamiento de Businessman of God lo que, traducido, significa, más o menos, “Comerciante por la gracia de Dios”.

Con el mayor de los placeres hubiera cubierto de escupitajos aquellas grasientas y respetables calvas que llenaban el anfiteatro de la sala con dos ventanales. Pero comprendió que, en vez de escupir, se levantaría inmediatamente para expresar su agradecimiento.

“Esperad, canallas —se dijo, pálido, pequeñajo, con su puntiaguda barbita, de pie ante los senadores que lo aclamaban—, buen regalo pienso haceros con el proyecto de depuración racial y de selección del primer millar…” Pero se daba cuenta que se hallaba atado de pies y manos y, con sus títulos de lord, duque, conde y comerciante por la gracia de Dios, no se atrevería a hacerles el regalo aquel… Y de la sala del Senado tendría que ir, sin demora, al banquete de rigor…


En la calle, el coche del dictador era acogido con aclamaciones. Si se fijaba uno, saltaba a la vista que quienes gritaban eran unos mocetones con pinta de policías disfrazados. Garin saludaba y agitaba la mano, calzada en guante de color limón. Sí, de no haber nacido en Rusia y no haber vivido la revolución, quizás le hubiera producido el más vivo placer cruzar la ciudad por entre las jubilosas muchedumbres que expresaban su lealtad al dictador con gritos de “hip”, “hip” y arrojándole flores. Pero Garin estaba envenenado. Se enfurecía, y pensaba: “¡Comedia, pura comedia, cerrad esas bocas, borregos, que no hay de que alegrarse!”. Se apeó del automóvil a la puerta del Ayuntamiento, donde decenas de manos femeninas (las hijas de los reyes del petróleo, los ferrocarriles, la industria conservera y otros) vertieron sobre él una lluvia de flores.

Subía rápido la escalera, lanzando besos a diestro y siniestro. En la sala rompió a tocar la orquesta, en honor del comerciante por la gracia de Dios. Se sentó, y todos se sentaron. La mesa, blanca, nívea, estaba llena de flores y de cristal de Bohemia. Cada cubierto constaba de once cuchillos de plata y de once tenedores de distintos tamaños (sin contar las cucharas, las cucharillas y las pinzas para la langosta y los espárragos). Había que saber con qué cuchillo y con qué tenedor se comía cada plato.

Garin rechinó los dientes: ¡aristócratas de pega! De las doscientas personas sentadas a la mesa, las tres cuartas partes habían vendido arenques en las calles, y ahora consideraban poco fino comer usando menos de once tenedores. Pero todos los ojos estaban puestos en el dictador, y esta vez tuvo también que ceder a la presión del público y mantener durante la comida una actitud irreprochable.

Después de la sopa de tortuga, empezaron los discursos. Garin los escuchaba de pie, la copa de champagne en la mano. “¡Ahora agarro una curda!” le pasó rápidamente por la cabeza. ¡Vano intento de rebelión!

El dictador dijo a sus vecinas de mesa, dos señoritas muy bellas y locuaces, que, efectivamente, leía la Biblia por las tardes.

Entre los postres y el café contestó a los discursos, diciendo:

“Señores, el poder de que ustedes me han investido lo considero yo la voluntad del Altísimo, y el sagrado deber de mi conciencia me ordena emplear este poder, sin precedente en la historia, para ensanchar nuestros mercados, para que florezcan opulentos nuestra industria y nuestro comercio, para aplastar los insanos intentos que pueda hacer la plebe con el fin de derrocar el régimen existente…” Y etc., etc…

El discurso produjo grata impresión. Verdad es que, al terminarlo, el dictador añadió, como para su capote, tres enérgicas palabras en un idioma incomprensible, en ruso, por lo visto, que pasaron desapercibidas. Después Garin saludó a todos con una profunda reverencia y salió acompañado del estrépito que armaban trompetas y timbales y de las jubilosas aclamaciones de los presentes. El dictador se marchó a casa.

En el vestíbulo del palacio arrojó al suelo el bastón y el sombrero (pánico entre los lacayos, que se precipitaron a levantarlos), hundió las manos en los bolsillos y, alzando la barbita, subió la escalera, pisando furioso la mullida alfombra. En el despacho lo estaba esperando su secretario particular.

—A las siete de la tarde, en el club “Pacific”, se da en honor del señor jefe del Estado una cena amenizada por una orquesta sinfónica.

—Bien —dijo Garin, y de nuevo añadió tres incomprensibles palabras en ruso—. ¿Qué más?

—A las once, en la sala blanca del hotel “Indiana” hay un baile en honor…

—Dé un golpe de teléfono a un sitio y a otro y diga que se me han indigestado los cangrejos que he comido en el Ayuntamiento.

—Me permito expresar el temor de que su ficticia indisposición pueda reportarle más molestias todavía: inmediatamente se personará aquí toda la ciudad para expresarle su condolencia. Además, no olvidemos a los reporteros. Tratarán de penetrar aunque sea por las chimeneas…

—Tiene razón. Iré. —Garin tocó el timbre—. Prepárenme el baño. Tengan dispuestos un frac, las insignias y las órdenes.

Luego se puso a ir y venir, mejor dicho, a trotar por la habitación, y dijo:

—¿Qué más?

—En la antesala esperan audiencia unas señoras.

—No recibo.

—Esperan desde el mediodía.

—No quiero. Dígales que no.

—Es demasiado difícil convencerlas. Me permito señalarle que son damas de la alta sociedad. Tres famosas escritoras, dos estrellas de cine, una viajera que ha recorrido el mundo en automóvil y una dama célebre por sus obras de beneficencia.

—Está bien… Que pase… una cualquiera… Garin se sentó a la mesa de despacho (a la izquierda tenía un aparato de radio, a la derecha, los teléfonos y ante él, un dictáfono). Se acercó una cuartilla limpia, mojó la pluma y, súbitamente, quedó pensativo…

“Zoya —escribió en ruso con letra grande y de trazo firme—, querida amiga, sólo tú puedes comprender de qué modo he hecho el tonto…”

A su espalda sonó un siseo de advertencia.

Garin se volvió con movimiento brusco. El secretario ya se había desvanecido por la puerta lateral, y en medio del despacho había una dama vestida de color verde lechuga. La mujer aquella, emitió un gritito, estrujándose las manos. Su rostro daba a entender que se hallaba ante el hombre más grande de la historia. Garin la examinó un instante. Se encogió de hombros.

—Desnúdese —ordenó seco, y continuó escribiendo.

A las ocho menos cuarto, Garin se acercó presuroso a la escribanía. Iba de frac, con todas sus estrellas e insignias y con una banda por encima del chaleco. Se oyeron unos pitidos en el receptor, siempre, sintonizado en la onda de la Isla de Oro. Garin se puso los auriculares. La voz de Zoya, clara, pero apagada, como si llegara de otro planeta, repetía en ruso:

—Garin, estamos perdidos… Garin, estamos perdidos… En la isla ha estallado una insurrección. Han capturado el gran hiperboloide. Jansen está conmigo… Si nos da tiempo, escaparemos en el “Arizona”.

La voz se cortó. Garin quedó plantado junto a la mesa, sin quitarse los auriculares. El secretario particular esperaba junto a la puerta, sosteniendo el sombrero de copa y el bastón de Garin. De pronto, el receptor de nuevo dejo oír unas señales. Pero fue otra voz, brusca, masculina, la que dijo en inglés:

“Trabajadores del mundo entero: Conocéis las proporciones y las consecuencias del pánico que cunde en los Estados Unidos…”

Después de escuchar hasta el fin el llamamiento lanzado por Shelgá, Garin se quitó los auriculares. Muy pausado, con una sonrisa torcida en los labios, encendió un cigarro puro. Sacó de los cajones de la mesa un fajo de billetes de cien dólares y un aparato niquelado que parecía un revólver de cañón muy grueso: era el último invento de Garin, un hiperboloide de bolsillo. Arqueando las cejas, el dictador indicó al secretario que se acercara y le dijo:

—Ordene que dispongan inmediatamente mi cabriolé.

Por primera vez desde que estaba al servicio del dictador, el secretario levantó los párpados, y sus ojos rojizos miraron punzantes a Garin.

—Pero, señor dictador…

—¡Silencio! Transmita inmediatamente al jefe de las tropas, al gobernador de la ciudad y a las autoridades civiles que desde las siete queda declarado el estado de guerra. El fusilamiento es la única medida a emplear para reprimir los desórdenes en la ciudad.

El secretario desapareció al instante tras la puerta.

Garin se acercó al triple espejo. Llevaba encima todas sus insignias y estrellas y estaba tan pálido como los muñecos de cera de un panóptico. Se miró largamente y, de pronto, uno de sus ojos hizo un guiño burlón… “Pon pies en polvorosa, Pierre Harry, pon pies en polvorosa sin pérdida de tiempo”, se dijo a sí mismo Garin.

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