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El blanco tren del ferrocarril subterráneo Norte-Sur, radiantes sus enormes ventanillas de cristal, se deslizaba con sordo traqueteo por las oscuras entrañas de París. Por los sinuosos túneles corrían en dirección contraria las telarañas de cables, los nichos en la pared de cemento, contra la que se apretaba de vez en cuando un obrero iluminado por brillantes luces en raudo vuelo, y unas letras amarillas sobre fondo negro: “Dubonnet, Dubonnet, Dubonnet”, repugnante bebida que los anuncios imponían, machacones, a los buenos Parisienses.

Una breve parada. Una estación inundada de luz subterránea. Los coloridos cuadrados de los anuncios: “Jabón Maravilla”, “Tirantes Titán”, “Betún Cabeza de León”, “Neumáticos”, “Tacones de gorra Diablo Rojo”, se venden, baratos, en los grandes almacenes “Louvre”, “La hermosa florista” y “Galerías Lafayette”.

Apretujándose se acerca al tren una bulliciosa y riente multitud de mujeres bonitas, modistillas, botones, extranjeros, jóvenes con apretadas chaquetas, obreros de sudadas camisas ceñidas con fajas de tela roja. Las puertas de cristal se abren instantáneamente: “¡O-o-oh!”, y un torbellino de sombreros, ojos desorbitados, bocas abiertas y caras rojas, unas alegres y otras enojadas, penetra en los vagones. Los empleados del tren subterráneo, con sus chaquetillas color ladrillo, se agarran a los pasamanos y empujan con el vientre al público para embutirlo en los vagones. Las puertas se cierran ruidosas, suena un seco y corto silbido. El tren, como una serpiente de fuego, penetra en el negro túnel subterráneo.

Semiónov y Tyklinski ocupaban uno de los asientos laterales e iban sentados de espaldas a la puerta del vagón. El polaco no podía contener su indignación.

—Pido a su merced que me crea —decía—; si no he armado un escándalo ha sido por dignidad… ¡Cien veces he estado a punto de estallar! ¡Maldita la falta que me hace a mí almorzar con un multimillonario! ¡Me cisco yo en esos almuerzos! …Puedo comer por mi cuenta en el “Laperouse” sin escuchar insultos de una mujer de la calle… ¡Mira que ofrecerle a Tyklinski el papel de sabueso…! ¡Hija de perra, so puta!

—No lo tome así, amigo Stas, usted no conoce a Zoya, es una buena mujer, una excelente camarada. En fin, si ha estado un poco impertinente…

—Por lo visto, pani Zoya está acostumbrada a tratar con canallas, con sus emigrantes… Pero yo soy polaco, téngalo en cuenta el señor —Tyklinski hinchó las mejillas, adelantando con aire terrible el bigote—, y no permitiré que me hablen en ese tono…

—Bueno, hombre —le dijo Semiónov tras una breve pausa—, ahora que ya te has desahogado, escucha con atención: nos ofrecen, Stas, una buena suma y, si se mira bien, en cambio no nos piden nada. Es un trabajo sin riesgos y hasta agradable: ir por las tabernas y los cafés… Yo, por ejemplo, estoy muy satisfecho de la conversación que hemos tenido hoy… Tú dices: sabuesos… ¡Tonterías! Yo te digo que nos han propuesto desempeñar el noble papel de agentes de contraespionaje.

Junto a la puerta, tras el asiento que ocupaban Tyklinski y Semiónov, se encontraba, acodado en la barra metálica, el hombre que, hablando con Shelgá en la Avenida de los Sindicatos, había dicho llamarse Piankov-Pitkiévich. Llevaba subido el cuello del abrigo, ocultando la parte inferior de su rostro, y el sombrero, calado hasta los ojos. Con aire negligente y perezoso, rozándose los labios con el puño del bastón, no se perdió una palabra de las pronunciadas por Semiónov y Tyklinski, se apartó cortés cuando ambos se levantaron presurosos y se apeó del vagón dos estaciones más allá, en Montmartre. En la estafeta de correos más cercana expidió el telegrama siguiente:

“Leningrado. Investigación criminal. Shelgá. Cuatro dedos aquí. Acontecimientos giro peligroso”.

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