Después de abandonar la estafeta de correos, el hombre salió al bulevar Clichy, siguiendo por la acera que quedaba a la sombra.
Allí, por cada puerta, por las ventanas de las bodegas y de debajo de los rayados toldos extendidos sobre los veladores y las sillas de mimbre dispuestos en las anchas aceras, salía ese agrio olor de los cabarets nocturnos. Camareros con cortos smokings y blancos delantales, de rostro abotargado y abrillantinada cabellera, echaban serrín húmedo en los pisos de azulejos y en las aceras, entre los veladores, ponían flores frescas en los búcaros y daban vueltas a los manubrios de bronce, levantando los toldos.
De día, el bulevar Clichy parecía sin brillo, como las decoraciones después de un baile de carnaval. Las casas, altas, feas y viejas, eran casi todas restaurantes, cabarets, cafés, tiendas de bisutería para las mujeres públicas y hoteles nocturnos. Las carteleras, las desconchadas aspas del famoso “Moulin Rouge”, los anuncios del cine en las aceras, las dos filas de anémicos árboles en medio del bulevar, los urinarios con las paredes acribilladas de palabras indecentes, el empedrado, por el que pasaban ruidosos los siglos, las filas de barracas de ferias y los carrouseles, tapados con lonas; todo esto cobraba vida por la noche, cuando los ociosos y los juerguistas llegaban de las barriadas del París burgués.
Por la noche se encendían las luces, se agitaban los camareros, silbaban y giraban los carrouseles; en cerdos de oro, en toros de dorados cuernos, en barcas, en cazuelas y en pucheros, al son de orquestriones a vapor, muchachas con la falda por la rodilla, asombrados burgueses, ladrones con suntuosos bigotazos, japoneses con sonrisa de careta, golfillos, pederastas y sombríos emigrados rusos, que esperaban la caída de los bolcheviques, daban vueltas y más vueltas, reflejándose en miles de espejos.
De noche giraban las aspas de fuego del “Moulin Rouge”. Por las fachadas de las casas corrían quebradas e ígneas flechas. Se encendían los rótulos luminosos de famosos cabarets, y por las abiertas ventanas salía al caluroso bulevar el estrépito salvaje, el batir de tambores y los aullidos de los jazz-band.
Entre le gentío sonaban silbatos de cartón y carracas. Del subsuelo salían sin cesar nuevas muchedumbres, vomitadas por el Metropolitano y el ferrocarril subterráneo Norte-Sur. Aquello era Montmartre, el lugar más frívolo del mundo, que toda la noche espléndida con sus alegres luces sobre París. Había allí dónde gastar el dinero, dónde pasar una nochecita de jarana con reidoras jovencitas.
El alegre Montmartre era el bulevar Clichy, y dos plazas circulares —la de Pigalle y la plaza Blanca— donde reinaba un jolgorio absoluto. A la izquierda de la plaza de Pigalle se extendía el anchuroso y apacible bulevar des Batignolles. A la derecha de la plaza Blanca empezaba el arrabal de Saint-Antoine. Allí vivían los obreros y los pobres de París. Desde allí, desde el bulevar des Batignolles, desde las alturas de Montmartre y Saint-Antoine habían bajado más de una vez los obreros en armas para dominar París. Cuatro veces los habían hecho replegarse a aquellas alturas a cañonazo limpio. La ciudad baja, que se extendía a orillas del Sena, con sus bancos, oficinas, lujosos comercios, hoteles para los millonarios y cuarteles para treinta mil policías, había pasado a la ofensiva cuatro veces, y en el corazón de la ciudad obrera, en aquellas alturas, había dejado impreso, con las vivas luces de los tugurios que el mundo entero conocía, el sello sexual de la ciudad baja: la plaza de Pigalle, el bulevar Clichy y la plaza Blanca.