El secretario, el hombre más elegante de los Estados Unidos, yacía de bruces, con sus rígidos dedos hincados en la alfombra: había muerto instantáneamente, sin proferir ni un grito. Garin, mordiéndose sus trémulos labios, se guardó pausado en el bolsillo de la chaqueta el revólver-hiperboloide. Después se acercó a una baja puerta de acero. Hizo girar el disco de bronce, combinando letras de un modo que sólo él conocía, y la puerta se abrió. Entró en una cámara de hormigón armado, sin ventanas.
Era aquello la caja fuerte privada del dictador. En vez de oro o documentos había allí algo que para Garin tenía mucho más valor: el tercer doble de Garin, el emigrado ruso barón Korf, que se había vendido al ingeniero por una enorme suma. Al principio lo habían llevado de Europa, en secreto, a la Isla de Oro, y luego lo habían ocultado en las habitaciones secretas del palacio del dictador.
Korf estaba sentado en una mullida butaca tapizada de cuero, y sus pies descansaban en una dorada mesita en la que había fruteros y bomboneras (no se le permitía beber). En el suelo aparecían tirados unos libros: novelas policíacas inglesas. Aburrido, el barón escupía huesos de cereza a la pantalla circular de un aparato de televisión que se encontraba a unos tres metros de la butaca.
—Ya era hora —dijo, volviéndose perezosamente hacia Garin—. ¿En dónde diablos ha estado metido usted…? Oiga, ¿piensa tenerme mucho tiempo en este sótano? Le juro que prefiero pasar hambre en París…
Por toda respuesta, Garin se arrancó la banda y se quitó el frac con todas las insignias y órdenes.
—Desnúdese.
—¿Para qué? —preguntó algo intrigado el barón.
—Déme su ropa.
—¿Qué ocurre?
—Y su pasaporte, toda su documentación… ¿Dónde tiene la navaja de afeitar?
Garin se acercó al tocador. Sin enjabonarse, haciendo muecas de dolor, se afeitó rápidamente el bigote y la barba.
—Por cierto, en la habitación de al lado hay un hombre tendido en el suelo. Recuerde que es su secretario particular. Cuando adviertan su ausencia, diga que lo ha enviado usted a cumplir una misión secreta… ¿Comprende?
—Yo pregunto qué ocurre —vociferó el barón, cazando al vuelo los pantalones de Garin.
—Yo saldré por el pasadizo secreto, al parque, donde me espera el coche. Usted oculte al secretario en la chimenea y pase a mi despacho. Inmediatamente llame a Rolling por teléfono. Confío en que recordará bien todo el mecanismo de mi dictadura. Primero yo, después mi primer ayudante, el jefe de la policía secreta, luego mi segundo ayudante, el jefe de la sección de propaganda, luego mi tercer ayudante, el jefe de la sección de provocación. Por último, el consejo secreto de los trescientos, encabezado por Rolling. Si usted no se ha convertido definitivamente en un idiota, debe saberse todo esto al dedillo… ¡Quítese los pantalones, así lo trague el infierno! Dígale a Rolling que usted, es decir, Piotr Garin, se pone al frente de la policía y de las tropas. Tendrá usted que combatir muy en serio, querido amigo.
—Perdone, pero ¿y si Rolling adivina por la voz que yo no soy usted…?
—En fin de cuentas, a ellos les importa eso un comino… Lo que les hace falta es que haya un dictador…
—Perdone, entonces ¿a partir de este minuto me convierto en Piotr Petróvich Garin?
—Que tenga usted suerte. Le deseo que la goce ejerciendo el poder. En mi escribanía encontrará las instrucciones para todo… Yo me evaporo…
Lo mismo que antes al espejo, Garin hizo un guiño a su doble y se ocultó tras la puerta.