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Apenas si había salido el general, cuando se ojo en la entrada la voz airada del botones y luego otra expresando el deseo de que el chico se fuera al diablo, y ante el secretario apareció Semiónov, el abrigo desabrochado, el sombrero y el bastón en la mano, un mordido cigarro puro en un ángulo de la boca.

—Buenos días, amigazo —dijo apresuradamente Semiónov al secretario y dejó sobre la mesa el sombrero y el bastón—. Necesito ver al rey inmediatamente.

El lapicero de oro del secretario quedó suspendido en el aire.

—Mister Rolling está hoy extraordinariamente ocupado.

—¡Tonterías, amigazo…! En mi coche espera una persona recién llegada de Varsovia… Dígale a Rolling que venimos para tratar el asunto de Garin.

El secretario arqueó las cejas y desapareció tras la puerta de nogal. Al instante asomó la cabeza y dijo con tierno susurro: “Monsieur Semiónov, tenga la bondad de pasar”. El secretario hizo girar la manecilla de la puerta, la garra sosteniendo un globo.

Semiónov se presentó ante el rey de la industria química. Por cierto, no aparentaba particular inquietud, en primer lugar porque era fresco de nacimiento y, en segundo, porque en aquel momento el rey necesitaba más de él que él del rey.

Rolling perforó con sus verdes ojos al visitante. Sin inmutarse, Semiónov se sentó frente al magnate, por medio la escribanía. Rolling dijo:

—¿Qué?

—Todo se ha hecho.

—¿Y los diseños?

—¿Sabe, mister Rolling?, hemos tenido un pequeño contratiempo.

—Yo le pregunto dónde están los diseños. No los veo —rugió Rolling, dando una ligera palmada sobre la mesa.

—Escuche, Rolling, hemos convenido en que yo no sólo le traeré los diseños, sino también el aparato… He hecho ya mucho, muchísimo… Encontré gente… La envié a Petrogrado. Mis hombres penetraron en el laboratorio de Garin. Vieron el aparato funcionando… Pero luego ocurrió algo incomprensible… En primer lugar, resultó que había dos Garin.

—Eso me lo suponía yo desde el comienzo mismo —dijo Rolling con una mueca desdeñosa.

—A uno hemos conseguido apartarlo del camino.

—¿Lo han matado?

—Sí, algo de eso ha ocurrido. En todo caso, ha muerto. Ello no debe preocuparle: lo hemos suprimido en Petrogrado, se trata de un ciudadano soviético; en fin, la cosa no tiene importancia. Pero después apareció su doble… Entonces hicimos un esfuerzo sobrehumano…

—En pocas palabras —le interrumpió Rolling—, el doble o el auténtico Garin está vivo y usted no me ha traído ni los diseños ni el aparato, a pesar del dinero que he gastado.

—¿Quiere que llame a Stas Tyklinski? Espera en el automóvil. Ha participado en el asunto y podrá contárselo con todo detalle.

—No deseo ver a ningún Tyklinski; lo que necesito son los diseños y el aparato… Me asombra su atrevimiento de presentarse con las manos vacías.

A pesar de la frialdad con que aquellas palabras fueron dichas y de la fulminante mirada que Rolling le lanzó, seguro de que el piojoso emigrado ruso se convertiría en un montón de cenizas y desaparecería sin dejar rastro, Semiónov, inmutable, se metió en la boca el cigarro puro y dijo con el mayor desparpajo:

Si no quiere ver a Tyklinski, no lo vea. En realidad es un placer del que se puede prescindir. Ahora bien, Rolling, yo necesito dinero, unos veinte mil francos. ¿Piensa extenderme un cheque o me los va a dar en billetes?

A pesar de su enorme experiencia y conocimiento de los hombres, Rolling jamás había tropezado con tan gran desvergüenza, e hizo tal esfuerzo para no estampar el tintero en la pecosa jeta de Semiónov, que su carnosa nariz se perló de sudor… (¡Cuántos valiosísimos segundos había perdido en aquella estúpida conversación!) Dominándose, Rolling tendió la mano hacia la campanilla.

Semiónov, que seguía con atención sus movimientos, dejó caer:

—El caso es, querido mister Rolling, que el ingeniero Garin se encuentra en París.

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