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En Leningrado, una barca de dos remos se detenía al amanecer junto al atracadero del club náutico del Krestovka.

Saltaron a tierra dos hombres y, junto al agua misma, sostuvieron una breve conversación. Uno de ellos hablaba en tono brusco e imperioso; el otro miraba el caudaloso, apacible y oscuro río. En el azul de la noche se iba extendiendo, tras los bosques de la isla Krestovski, el rosa primaveral de la aurora.

Los dos hombres se inclinaron sobre la barca, y la llama de una cerilla iluminó sus rostros. Sacaron del fondo de la embarcación unos envoltorios, el hombre que callaba se ocultó con ellos en el bosque, y el que había hablado saltó a la barca, empujó con un remo y, apresurado, hizo chirriar los escalamos. La silueta del hombre que iba a los remos cruzó una franja de agua iluminada por la aurora y se esfumó luego en la sombra de la orilla opuesta. Una dulce ola golpeó el embarcadero.

Tarashkin, remero de la sociedad deportiva Espartaco, estaba aquella noche de guardia en el club. Bien porque era joven o bien porque en torno reinaba la primavera, en vez de gastar insensatamente en el sueño las cortas horas de la vida, Tarashkin, sentado en el atracadero, los brazos ceñidos a las rodillas, contemplaba absorto el dormido río.

El silencio invitaba a pensar. Hacía ya dos veranos que los malditos moscovitas, aunque no sabían ni qué olor tenía el agua de verdad, zurraban al club en todas las pruebas. ¡Era desesperante!

Pero cada deportista sabe que la derrota lleva a la victoria. Esto, y quizás también el encanto de la primaveral alborada, que olía intensamente a hierbas y a madera húmeda, daban a Tarashkin la presencia de ánimo necesaria para entrenarse antes de las grandes regatas de junio.

Desde el embarcadero vio Tarashkin que atracaba y se alejaba después aquella lancha de dos remos. Tarashkin acogía muy tranquilamente todos los fenómenos de la vida. Sin embargo, no pudo por menos de causarle extrañeza que aquellos dos hombre se parecieran el uno al otro como se parecen dos remos. Eran de la misma estatura, llevaban dos anchos abrigos idénticos y dos sombreros de fieltro muy encasquetados y gastaban ambos pequeña y puntiaguda barbita.

En fin de cuentas, en la república no se prohibía a nadie vagar de noche, en compañía de su doble, por tierra o por agua. Seguramente, Tarashkin no hubiera vuelto a recordar a los hombres de puntiaguda barbita de no haber ocurrido aquella misma mañana un extraño acontecimiento en un chalet, medio derruido y con las ventanas condenadas, que se alzaba en el bosquecillo de abedules cercano al club.

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