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El aeroplano inició el aterrizaje a la vista de Kovno. El verde campo, mojado por la lluvia, voló rápido al encuentro. El aparato rodó unos instantes y se detuvo. El piloto se apeó de un salto. Los pasajeros bajaron para desentumecer las piernas. Se pusieron a fumar. Alejándose un poco de los demás, Shelgá se tendió en la hierba, cruzó las manos tras la nuca y, presa de una extraña sensación, se puso a contemplar las lejanas nubes de azulosa base. Poco antes había estado allí arriba, volando entre las ligeras y níveas montañas, sobre los claros de límpido azul.

Jlínov, su aéreo interlocutor, se encontraba, ligeramente encorvado, embutido en su raído abrigo, cerca del ala del gris y acanalado pájaro. No había en él nada de particular: hasta su gorra procedía del trust de confecciones de Leningrado.

Shelgá rió:

—Se diga lo que se diga, la vida es muy divertida. ¡Divertidísima!

Cuando despegaron del aeródromo de Kovno, Shelgá se sentó al lado de Jlínov para contarle, sin mencionar nombres, todo lo que sabía de los extraordinarios experimentos de Garin y del enorme interés que éstos habían despertado, a juzgar por todo, en el extranjero.

Jlínov preguntó a Shelgá si había visto la máquina de Garin.

—No. La máquina aún no la ha visto nadie.

—Entonces ¿todo eso son conjeturas y suposiciones agigantadas por la fantasía?

Shelgá le habló del sótano en el viejo chalet de las platinas de acero acortadas y de los cajones con bujías de carbón. Jlínov asintió con la cabeza, diciendo:

—Sí, sí. Bujías de carbón. Muy bien. Comprendo. Diga, si no es muy secreto: ¿no me está hablando del ingeniero Garin?

Shelgá miró a la cara a Jlínov unos instantes, antes de responder:

—Sí, le estoy hablando de Garin. ¿Lo conoce usted?

—Es un hombre muy capaz —respondió Jlínov torciendo el gesto, lo mismo que si hubiese tragado vinagre—. Es un hombre prodigioso. Pero no pertenece a la ciencia. Es terriblemente ambicioso. Un individuo apartado de todo el mundo. Un aventurero. Un cínico. Tiene el talento de un genio. Un temperamento desbordante. Una fantasía monstruosa. Pero ese maravilloso cerebro no conoce otro móvil que los más bajos deseos. Logrará muchas cosas y terminará alcoholizado o tratando de “horrorizar a la humanidad…” Las personas geniales necesitan, más que nadie, una rigurosísima disciplina. El talento obliga a mucho.

En las mejillas de Jlínov aparecieron de nuevo unas manchas rojas.

—Una inteligencia luminosa y disciplinada es lo más sagrado que puede haber, la mayor de las maravillas. En nuestra tierra, grano de arena en el universo, el hombre es una billonésima de la más pequeña magnitud… Pero esa partícula especulativa, que vive por término medio lo que la Tierra tarda en dar sesenta vueltas alrededor del sol, posee una inteligencia que abarca todo el cosmos… Para comprender lo que digo debemos expresarnos en el lenguaje de las matemáticas superiores… ¿Qué diría usted si, pongamos por caso, alguien tomara de un laboratorio un valiosísimo microscopio y lo utilizara a guisa de martillo…? Ese es, precisamente, el uso que hace Garin de su genial cerebro… Sé que ha hecho un eran descubrimiento en el dominio de la transmisión de los rayos infrarrojos a distancia. Usted habrá oído hablar de los rayos de la muerte de Rindel-Mathews. Eso resultó ser un engaño. Sin embargo, el principio es acertado. Rayos térmicos de una temperatura de mil grados, proyectados paralelamente, son una terrible arma de destrucción y de defensa militar. El secreto comiste en proyectarlos de modo que no se difundan. Hasta ahora nadie lo había conseguido. Por lo que usted dice, veo que Garin ha logrado construir una máquina que lo hace. Si es así, se trata de un descubrimiento muy importante.

—Me parece desde hace mucho —dijo Shelgá— que en torno a ese invento huele a gran política.

Jlínov guardó silencio por unos instantes y después dijo, poniéndose encarnado hasta las orejas:

—Encuentre a Garin, agárrelo del pescuezo y hágale volver, con ese invento, a la Unión Soviética. El aparato no debe caer en manos de nuestros enemigos. Pregúntele a Garin si tiene conciencia de su deber o si es realmente un sinvergüenza… En tal caso, dele al maldito todo el dinero que le pida… Que compre a mujeres caras, que compre yates, coches de carreras… ¡O mátelo…!

Shelgá arqueó las cejas. Jlínov dejó su pipa en la mesita, se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos. El aeroplano volaba sobre los regulares cuadrados de los campos y las rectas cintas de las carreteras. A lo lejos se veía desde lo alto, entre los espejos azules de los lagos, la mancha marrón de Berlín.

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