—Así, pues, Shelgá, ¿ha visto usted como funciona esa máquina?
—La he visto, y ahora sé que los cañones, los gases y los aeroplanos son juegos de niños. No olvide usted que no se trata sólo de Garin… Garin y Rolling. La mortífera máquina y miles de millones. Se puede esperar cualquier cosa.
Jlínov levantó el store y permaneció largo rato junto a la ventana, contemplando el esmeraldino césped, al viejo jardinero —el hombre desplazaba con esfuerzo la instalación de lluvia artificial a la parte sombreada del jardín— y a unos mirlos negros que, con aire diligente y preocupado, brincaban bajo unos arbustos de verbena, buscando lombrices en la negra tierra. El cielo, azul, encantador, se extendía sobre el jardín, simbolizando el eterno descanso.
—Quizás —dijo Jlínov— conviniera abandonarlos a sus instintos, dejar que Rolling y Garin se mostrasen en toda su talla, y el fin se acercaría. Este mundo está llamado a perecer… Los únicos que viven racionalmente son los mirlos…
Jlínov se apartó de la ventana y continuó:
—El hombre del siglo de piedra valía, sin duda alguna, mucho más… Gratuitamente, obedeciendo a una necesidad interna, pintaba las cavernas y, al amor de la lumbre, pulsaba en los mamuts, en las tormentas, en el extraño ciclo de la vida y la muerte y en sí mismo. ¡Respetable ocupación, voto al diablo…! El cerebro era todavía pequeño, el cráneo grueso, pero la energía espiritual emanaba en rayos de la mente del hombre aquel… Pero éstos, los de hoy ¿para qué diablos necesitan las máquinas voladoras? No estaría mal sentar a cualquier elegantón de los bulevares en una caverna, frente al hombre del paleolítico. El velludo ciudadano le preguntaría: “Dime, hijo de una perra sarnosa, lo que has ideado en estos cien mil años” “¡Oh —diría el elegantón— más que pensar, me deleito degustando los frutos de la civilización, señor antepasado…! Si no existiera el peligro de revoluciones del populacho, nuestro mundo sería verdaderamente maravilloso. Mujeres, restaurantes, moderadas emociones en la mesa verde del casino, un poco de deporte… La desgracia es que siempre hay crisis y revoluciones, y eso empieza a cansar…” “¡Puf! —exclamaría el antepasado, clavando en el pisaverde sus centelleantes ojos—. Pues a mí me gusta pensar, ¿comprendes?, pensar, y aquí me tienes lleno de respeto a mi genial cerebro… Quisiera penetrar con él en todos los secretos del universo…”
Jlínov se calló. Sonriendo, escrutaba la penumbra en la caverna del paleolítico. Luego, sacudió la cabeza y dijo:
—¿Qué es lo que buscan Garin y Rolling? Algo que les haga cosquillas. No importa que lo llamen poder sobre el mundo. Eso no es más que cosquillas. En la pasada guerra perecieron treinta millones. Estos se esforzarán por matar a trescientos millones. La energía espiritual se encuentra en profundo colapso. El profesor Reicher sólo almuerza los domingos. Los demás días desayuna dos bocadillos con mermelada y margarina y cena patatas cocidas con sal. Tal es la remuneración del trabajo intelectual. Y será así mientras no hagamos saltar por los aires la “civilización” de esos tipos, mientras no metamos a Garin en un manicomio y no enviemos a Rolling a trabajar de administrador en cualquier rincón de la isla de Wrangel… Tiene usted razón, hay que luchar… En fin, yo estoy dispuesto. La U.R.S.S. debe poseer la máquina de Garin…
—La máquina será nuestra —dijo Shelgá, cerrando los ojos.
—¿Por qué vamos a empezar?
—Por la exploración, como es lógico.
—¿En qué dirección?
—Lo más seguro es que Garin esté ahora construyendo máquinas con una prisa frenética. En Ville d'Avray sólo tenía el modelo. Si le damos tiempo a que haga una máquina de guerra, nos será muy difícil vencerle. Lo primero que hay que saber es dónde está fabricando las máquinas.
—Hará falta dinero.
—Vaya hoy mismo a la calle de Grenelle y hable con nuestro embajador. El ya está advertido. Tendremos dinero. Además, hay que dar con el paradero de Zoya Monroz. Esto es muy importante. Se trata de una mujer inteligente, cruel y con una gran fantasía. Ha ligado hasta la muerte a Garin y a Rolling. Ella es el resorte principal de toda esa maquinación.
—Perdone, pero yo me niego a luchar contra mujeres.
—Esa mujer, Alexéi Semiónovich, es más fuerte que usted y que yo… Aún verterá mucha sangre…