—¡Capitán…! (Llamaron a la puerta.) ¡Capitán!
—¡Jansen!
La alarmada voz de madame Lamolle atravesó como una aguja su cerebro. Jansen se levantó de un salto, saliendo con mirada insensata de la bruma de los sueños. Madame Lamolle se ponía apresuradamente las medias. Su camisa resbaló, dejando al descubierto un hombro.
—¡Alarma! —dijo madame Lamolle—. Y usted duerme…
Llamaron otra vez a la puerta, y la voz del segundo dijo:
—Capitán, luces a babor.
Jansen abrió la puerta. El aire húmedo llenó sus pulmones. Tosiendo, Jansen salió al puente de mando. La oscuridad era impenetrable. Lejos, a babor, dos luces se mecían sobre las olas.
Sin apartar de ellas la mirada, Jansen buscó el pito que colgaba sobre su pecho. Dio la señal. Los contramaestres respondieron. Jansen gritó con voz clara y distinta:
—¡Zafarrancho! ¡Todos a cubierta! ¡Recoger las velas!
Sonaron pitos y voces de mando. Desde el castillo y la toldilla salieron en tropel los marineros. Treparon como gatos por los mástiles y se mecieron en las vergas. Chirriaron las roldanas. Levantando la cabeza, un contramaestre maldecía todo lo humano y lo divino. Las velas cayeron. Jansen mandó:
—¡Estribor! ¡Avante, a toda máquina! ¡Fuera luces!
Impulsado tan sólo por los motores, el “Arizona” viró bruscamente. La cresta de una ola saltó la borda de estribor y se arrastró por la cubierta. Se apagaron las luces. En medio de una oscuridad absoluta, el casco del yate trepidó, desarrollando su máxima velocidad.
Las luces descubiertas se acercaban rápidamente de allende el horizonte. Pronto apareció la silueta de un buque que despedía mucho humo: era un paquebote de dos chimeneas.
Madame Lamolle salió al puente de mando. Llevaba en la cabeza una boina de punto con una borlita, y en el cuello, una bufanda de lana de Angora, ondulante a su espalda. Jansen le ofreció los prismáticos. Ella los aplicó a sus ojos, pero, como el buque cabeceaba mucho, tuvo que apoyar la mano que sostenía los prismáticos en el hombro de Jansen. El capitán sintió cómo latía el corazón de Zoya bajo su tupido jersey.
—¡Al ataque! —dijo Zoya y, acercando la cara miró firmemente a Jansen a los ojos.
El “Arizona” fue descubierto cuando se hallaba ya a quinientos metros del paquebote. En la cabina del timonel del buque agitaron un fanal; después rugió bronca una sirena. El “Arizona”, sin encender las luces ni responder a las señales, volaba perpendicularmente hacia el iluminado barco. El paquebote aminoró la marcha y trató de virar para eludir el choque…
Una semana después, el corresponsal del New York Herald describía como sigue el inaudito suceso.
“…Serían las cinco menos cuarto cuando nos despertó el alarmante rugir de la sirena. Los pasajeros nos volcamos a cubierta. Al salir de los iluminados camarotes, la noche nos pareció negra como la tinta. Advertimos la alarma que reinaba en el puente de mando y, con los prismáticos.
Escrutábamos la oscuridad. Nadie sabía a ciencia cierta qué había ocurrido. Nuestro buque amenguó la marcha. Y de pronto vimos que… hacia nosotros avanzaba rápido un barco de forma inusitada. Estrecho y largo, con tres altos mástiles, parecido a un rápido clíper, llevaba a proa y a popa dos extrañas torres metálicas. Alguien gritó en broma que era el “Buque fantasma…” Por un minuto, todos fuimos presa del pánico. El enigmático barco se detuvo a unos cien metros de nosotros, y una voz imperiosa gritó en inglés con la bocina:
—“¡Alto las máquinas! ¡Apagar las calderas!”
Nuestro capitán respondió:
—“Antes de cumplir la orden, debemos saber quién la da”.
Del buque respondieron:
“Lo ordena la reina de la Isla de Oro”.
Quedamos estupefactos: ¿Qué era aquello, una broma, una nueva travesura de Pierre Harry?
El capitán dijo: “Ofrezco a la reina un camarote vacío y un suculento desayuno si está hambrienta”.
Estas palabras eran del foxtrot El pobrecito Harry. En cubierta todos soltamos la carcajada. Inmediatamente, en la torre de proa del buque misterioso apareció un rayo. Era fino como una aguja de hacer media, de una blancura cegadora, y se acercaba desde la torre sin ensancharse. En aquel instante a nadie le pasó por la cabeza que estaba viendo la más terrible arma entre las ideadas por la humanidad. Todos nos sentíamos de excelente humor.
El rayo describió un rizo en el aire y cayó sobre la proa de nuestro paquebote. Oyóse un horroroso hervor, y una llama verdosa brotó en el acero cortado. Un marinero que se encontraba en la toldilla lanzó un espantoso alarido. La obra muerta de proa se hundió en el mar. El rayo se elevó, tembló en lo alto y, volviendo a descender, pasó paralelo sobre nosotros. Con gran estrépito cayeron sobre la cubierta las puntas de ambos mástiles. Horrorizados, los pasajeros corrieron hacia las escalas. El capitán resultó herido.
Lo que ocurrió después ya es conocido. Los piratas se acercaron en una lancha, armados de carabinas, subieron a bordo y pidieron dinero. Se llevaron diez millones de dólares, todo lo que importaban los giros postales y lo que los pasajeros llevaban en sus bolsillos.
Cuando la lancha cargada con el botín regresó al buque pirata, su cubierta se iluminó claramente. Vimos bajar de la torre de acero a una mujer alta y delgada, tocada con un gorrito de lana. Subió rápida al puente de mando y, aplicándose la bocina a la boca, echó hacia atrás la cabeza y nos gritó: “¡Pueden continuar el viaje!”
El barco pirata viró y, con sorprendente rapidez, se ocultó tras el horizonte”.