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Posteriormente, Shelgá recordó más de una vez el suceso aquel.

Arriesgando su vida, Garin lo agarró de los bajos del chubasquero y estuvo luchando contra las olas basta que éstas cesaron su embestida contra el yate. Shelgá quedo colgando tras la barandilla. Tenía los pulmones llenos de agua. Cayó pesadamente sobre la cubierta. A los marineros les costó gran trabajo hacerle volver en sí, y luego le llevaron al camarote.

Al poco, se presentó allí Garin, muy alegre. Ya se había mudado de ropa. Dispuso que les sirvieran dos vasos de grog y, después de encender la pipa, reanudó la interrumpida conversación.

Shelgá examinó su rostro irónico y su esbelto cuerpo, repantigado en el sillón tapizado de cuero. ¡Qué hombre más extraño, más contradictorio! Era un bandido, un granuja, un tenebroso aventurero… Pero bien fuera por el grog o bien por la emoción, a Shelgá le agradaba verlo ante él, pierna sobre pierna, fumando y charlando despreocupadamente, como si el casco del “Arizona” no crujiera al embate de las olas, como si por los cristales de las portillas no resbalaran chorros de espuma, como si no subieran y bajaran, lo mismo que en un columpio, Shelgá en la litera y Garin en el sillón…

Desde que se vieran en Leningrado, Garin había cambiado mucho. Parecía muy seguro de sí mismo, sonreía, siempre tan cordial y campechano, como los egoístas muy inteligentes y convencidos.

—¿Por qué ha dejado escapar tan buena ocasión? —preguntó Shelgá—. ¿Es que necesita indispensablemente que yo viva? No comprendo.

Garin echó la cabeza hacia atrás y rió alegre:

—Tiene usted mucha gracia, Shelgá… ¿Por qué debo yo proceder lógicamente…? No soy profesor de matemáticas… ¡A lo que hemos llegado…! Me he permitido una simple manifestación de humanidad y no la comprende. ¿Qué hubiera ganado con sacar del agua por los pelos a un ahogado? Nada… Siento simpatía por usted… Ha sido una manifestación de humanidad…

—Me parece que cuando hizo saltar por el aire las fábricas de anilina no pensaba en ese sentimiento.

—¡No! —casi gritó Garin— ¡No pensaba! Sobre usted siguen pesando todavía los escombros de la moral… ¡Ay Shelgá, Shelgá…! ¿Qué casillas son ésas? En esa casilla lo bueno, en aquella lo malo… Yo comprendo a los degustadores: prueban el caldo, lo escupen, mastican una corteza de pan y dicen: este vino es bueno y éste es malo. Pero ellos se guían por el sabor, por los corpúsculos gustativos de la lengua. Eso es real. Pero, ¿hay algún degustador de marcas morales? ¿Con qué corpúsculos gustativos las prueban?

—Todo lo que contribuye a la instauración del poder soviético en el mundo es bueno —dijo Shelgá—, y todo lo que la impide, malo.

—Magnífico, maravilloso, eso ya lo sé… Pero, ¿qué le importa a usted todo eso? ¿Qué lo vincula a la República soviética? ¿Consideraciones económicas? ¡Tonterías…! Yo le ofrezco un sueldo de cincuenta mil dólares… Se lo digo completamente en serio. ¿Acepta?

—No —respondió tranquilamente Shelgá.

—Lo que yo digo… No está usted ligado por el dinero, sino por la idea, por su honradez: en pocas palabras, por la materia superior. Es usted un moralista feroz, cosa que yo quería demostrarle… Piensan ustedes revolver el mundo entero… Limpian las leyes económicas de la basura amontonada durante milenios, hacen saltar al aire las fortalezas del imperialismo. Está bien. Yo también deseo revolver el mundo, pero a mi manera, y lo revolveré con la sola fuerza de mi genial cerebro.

—¡Vaya pretensiones!

—Y lo conseguiré a despecho de todo, Shelgá, ¿se entera? Oiga, ¿qué es, en fin de cuentas, el hombre? ¿Un microorganismo de lo más insignificante que, presa de indecible temor a la muerte, se aferra a la esfera arcillosa de la Tierra y vuela con ella en medio de gélidas tinieblas o es el cerebro, divino aparato que produce una materia particular y enigmática, el pensamiento, materia, un micrón de la cual encierra todo el Universo…? ¿Eh? En fin…

Garin se sentó más cómodamente, recogiendo las piernas. Sus mejillas, siempre pálidas, se colorearon.

—Yo le propongo otra cosa. Escúcheme, enemigo mío… Seré dueño absoluto del planeta. Sin orden mía, no echará humo ninguna chimenea, no zarpará ningún barco, no se levantará ningún martillo, todo, hasta el derecho a respirar, se hallará subordinado a un centro. Ese centro seré yo. Todo me pertenecerá. Acuñaré en redondeles de metal mi efigie, con la barba y una corona de laurel, y en el reverso el perfil de madame Lamolle. Después seleccionaré el “primer millar”, formado, digamos, por dos o tres millones de parejas. Serán los patricios. Se entregarán a los más elevados placeres y a la labor de creación. Estableceremos para ellos, al estilo de la antigua Esparta, un régimen especial, a fin de que no degeneren en tipos alcoholizados e impotentes. Después calcularemos el número de brazos necesarios para satisfacer las necesidades de la cultura. Aquí también haremos una selección. A éstos les llamaremos, por cortesía, operarios…

—¡Oh, sí, claro está…!

—Espere a reírse cuando hayamos terminado la conversación. No se rebelarán, no, querido camarada. La posibilidad de las revoluciones será eliminada se raíz. A cada uno de los operarios se lo someterá, después de su clasificación y antes de entregarle su cartilla de trabajo, a una pequeña operación. Sin que se den cuenta, los anestesiaremos y… y les haremos después una ligera punción a través del cráneo. Sí, la cabeza les dará vueltas y cuando se hayan recobrado serán ya esclavos. Por último, a otro grupo lo aislaremos en cualquier bella isla, exclusivamente para la reproducción. Todo lo demás será eliminado como superfluo. Esa es la estructura de la humanidad de mañana, según el plan de Piotr Garin. Los operarios trabajarán sin rechistar, sólo por la comida, como los caballos. Ya no serán personas, pues no los inquietará nada que no sea el hambre. Se considerarán felices haciendo la digestión. En cuanto a los elegidos, a los patricios, serán casi deidades. Aunque, en general, desprecio a la gente, siempre resulta agradable verse en buena compañía. Le aseguro, amigazo, que será ése el más auténtico siglo de oro, el siglo de oro con que soñaban los poetas. La impresión de los horrores que acompañen al exterminio de la población superflua se olvidará muy pronto. En cambio, ¡qué perspectivas se abrirán a los cerebros geniales! La Tierra se convertirá en un jardín del paraíso. La reproducción se regulará. Se seleccionará a los mejores. La lucha por la existencia cesará, quedando en la niebla de un pasado de barbarie. Surgirá una bella y refinada raza, nuevos órganos del pensar y del sentir. Mientras el comunismo se esfuerza por llevar a cuestas a la humanidad entera a las cumbres de la cultura, yo realizaré mi plan en diez años… ¡Qué diablos, en menos de diez años…! Para unos pocos… Pero lo que importa no es la cantidad…

—Utopía fascista, es bastante curioso —dijo Shelgá—. ¿Ha hablado a Rolling de todo eso?

—Lo interesante del caso es que no se trata de una utopía… Únicamente soy lógico… Está claro que a Rolling no le he dicho nada, porque no es más que una bestia… Verdad es que Rolling y todos los Rollings del mundo hacen a ciegas lo que he desarrollado creando un amplio y preciso programa. Pero lo hacen como bárbaros, pesada y lentamente. Confío en que mañana estaremos ya en la isla… Allí podrá ver que no hablo en broma…

—¿Y cómo va a empezar? ¿Acuñando monedas con su barbita?

—¡Vaya, le ha caído en gracia lo de la barbita! No. Empezaré por la defensa. Fortificaré la isla. Al mismo tiempo, me abriré paso, a una velocidad loca, hasta la capa olivínica. Mi primera amenaza al mundo será dar al traste con el valor del oro. Obtendré cuanto oro quiera. Después pasaré a la ofensiva. Estallará una guerra más terrible que la del catorce. Mi victoria está asegurada. Luego procederé a la selección de la gente que quede viva después de la contienda y de mi victoria, aniquilaré a los indeseables, y la raza elegida por mí empezará a vivir como corresponde a dioses, mientras los “operarios” trabajarán con todo empeño, tan satisfechos de su vida como los primeros habitantes del paraíso. Buen plan, ¿eh? ¿No le gusta?

Garin de nuevo soltó una risotada. Shelgá cerró los ojos para no verlo. La partida iniciada en la Avenida de los Sindicatos había tomado un giro muy serio. Shelgá, inmóvil en la litera, pensaba. Tenía en reserva una jugada peligrosa, la única que podía darle la victoria. En todo caso, lo más necio sería negarse en aquel momento a aceptar la propuesta de Garin. Shelgá sacó una cajetilla de cigarrillos. Garin lo observaba irónico.

—¿Se ha decidido?

—Sí.

—Magnífico. Le descubriré mis cartas. Lo necesito como el pedernal necesita de la yesca. Me rodean bestias obtusas, Shelgá, gente sin fantasía. Usted y yo podemos regañar, pero conseguiré que trabaje conmigo. Aunque sea en la primera mitad, cuando luchemos contra los Rolling… A propósito, guárdese de Rolling, es muy tozudo y, si ha resuelto matarle, lo matará.

—Hace mucho que me pregunto por qué no ha alimentado usted con él a los tiburones.

—Lo necesito como rehén… En todo caso, no figurará en la relación del “primer millar…”

Shelgá guardó silencio por un instante y luego preguntó muy tranquilo:

—¿No ha tenido usted la sífilis, Garin?

—Pues no, fíjese. Yo mismo he pensado a veces si no estoy algo chiflado… Incluso fui al médico. Únicamente, mi sistema nervioso es muy sensible. ¡Ea, vístase, vamos a cenar!

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