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Ocurrió lo más terrible que podía suceder: Rolling se había puesto en ridículo.

¿Qué salida había? ¿Rechinar los dientes, gritar, empezar a tiros? No, eso sería aún peor, aún más estúpido… El capitán Jansen lo había traicionado, estaba claro. La tripulación no era de fiar… El yate se encontraba lejos de la costa. Con un gran esfuerzo de voluntad (en su interior incluso chirrió algo), Rolling borró de su faz aquella maldita sonrisa.

—¡Ah! —dijo, y levantó la mano, saludando—. ¡Ah, Garin…! ¿Qué, ha sentido el deseo de tomar el aire? Me alegro… Lo pasaremos muy bien…

Zoya le interrumpió con brusquedad:

—Es usted un actor pésimo, Rolling. Deje de hacer reír al público. Entre y tome asiento. Aquí todos somos de casa, enemigos mortales. Usted mismo tiene la culpa de haber reunido tan alegre compañía para dar un paseo por el Mediterráneo.

Rolling la miró con ojos de plomo y contestó:

—En los grandes negocios, madame Lamolle, no hay amigos ni enemigos.

Rolling se sentó, como un rey en su trono, entre Zoya y Garin. Descansó las manos sobre la mesa. Hubo un minuto de silencio. Rolling dijo:

—Está bien, he perdido la partida. ¿Cuánto debo pagar?

Brillantes los ojos, sonriendo, dispuesto al parecer a soltar una jovial carcajada, Garin respondió:

—Exactamente la mitad, viejo amigo, la mitad, como acordamos en Fontainebleau. Aquí está el testigo —Garin apuntó con la barbita hacia Shelgá, que, sombrío tabaleaba en la mesa—. No pienso escudriñar sus libros de contabilidad. Pero, a ojo, pido mil millones de dólares, naturalmente, contantes y sonantes. Esta sangría no le causará daño ninguno. En Europa ha ganado el dinero a espuertas.

—Será difícil pagar de golpe los mil millones —respondió Rolling—. Lo pensaré. Está bien. Hoy mismo saldré para París. Confío en que el viernes podré entregarle, en Marsella, pongamos por caso, la mayor parte de la suma…

—¡Ay, ay, ay! —dijo Garin—. Lo malo del caso, viejo, es que no se verá en libertad mientras no haya pagado.

Shelgá miró rápido a Garin, pero no dijo nada. Rolling torció el gesto, como si hubiese oído una necia grosería.

—¿Debo comprender sus palabras en el sentido de que piensan retenerme en el barco?

—Sí.

Les recuerdo que mi persona, como ciudadano de los Estados Unidos de América, es inviolable. Mi libertad y mis intereses los defenderá toda la marina de guerra de América.

—¡Mejor! —exclamó Zoya colérica y apasionadamente— ¡Cuanto antes, mejor…!

La mujer se levantó, extendió las manos y contrajo los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—¡Que se lance contra nosotros toda su marina, el mundo entero! ¡Tanto mejor!

Su corta falda se agitó por lo impetuoso de sus movimientos. La blanca chaqueta con botones de oro, la cabecita de Zoya, con el pelo a lo chico, sus pequeñas manos, en las que se disponía a empuñar las riendas del mundo, sus ojos grises, oscuros de emoción, y su excitado rostro, divertían y causaban espanto a la vez.

—Me parece, señora mía, que la he entendido mal —dijo Rolling, volviéndose con todo el cuerpo hacia ella—. ¿Se disponen ustedes a luchar contra toda la marina de guerra de los Estados Unidos? ¿Es eso lo que ha tenido usted a bien decir?

Shelgá dejó de tabalear en la mesa. Por vez primera en todo el mes aquel se sintió de buen humor. Incluso estiró las piernas y se recostó en su asiento, como si estuviera en el teatro.

Zoya, los ojos cada vez más oscuros, miró a Garin:

—Yo he dicho lo que quería. Piotr Petróvich…, usted tiene la palabra…

Garin hundió las manos en los bolsillos y se levantó sobre los tacones, columpiándose, sonriente su boca roja, como pintada. Todo él parecía fatuo y poco serio. Sólo Zoya intuía la voluntad criminal y férrea de aquel hombre, que bromeaba por exceso de energía.

—En primer lugar —dijo Garin, levantándose sobre las punteras— no sentimos una inquina exclusiva hacia América, precisamente. Haremos lo posible por destrozar cualquier flota que emprenda acciones agresivas contra mí. En segundo lugar —Garin volvió a levantarse sobre los tacones—, no insistimos en pelearnos. Si las fuerzas armadas de América y de Europa reconocen nuestro derecho sagrado a ocupar cualquier territorio que necesitemos, nuestra soberanía, etc., etc., las dejaremos en paz, por lo menos en el aspecto militar. En caso contrario, se procederá implacablemente con las fuerzas armadas navales y terrestres de América y de Europa, con las fortalezas, las bases, los polvorines, los Estados Mayores, etc., etc. Confío en que la suerte de las fábricas de anilina le habrá persuadido de que yo no lanzo palabras al viento.

Garin dio unas palmaditas en la espalda de Rolling y prosiguió:

—Oiga, viejo, hubo un tiempo en el que yo le pedía que fuese usted socio mío… Le faltó fantasía, y todo porque no posee una cultura elevada. Eso de desplumar a otros financieros y de comprar fábricas a bajo precio es más viejo que la tos… No se dio usted cuenta de que tenía delante a un hombre de verdad… al verdadero organizador de sus cochinos millones.

Rolling iba tomando el aspecto de un cadáver en descomposición. Articulando con dificultad las palabras, dijo ronco:

—Es usted un anarquista…

Al oír esto, Shelgá, agarrándose del pelo con la mano sana, soltó tan estruendosa carcajada que por la claraboya asomó, sobresaltado, el capitán Jansen. Garin dio media vuelta sobre los tacones y dijo a Rolling:

—Sí, viejo, la cazuela le funciona mal. Yo no soy un anarquista… Soy un gran organizador, al que dentro de muy poco buscará usted con farol… Ya hablaremos de esto con más tiempo. Extienda el cheque… Y a Marsella a toda vela.

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