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Jamás había ocurrido que Rolling arrancara algún botón de su chaqueta. Aquella vez arrancó los tres botones. De pie en medio de su lujoso camarote, alfombrado con tapices de Chiraz y revestido de finas maderas, miraba al reloj de pared.

Después de arrancarse los botones, se puso a morderse las uñas. Con monstruosa rapidez tornaba al estado salvaje del hombre primitivo. Oyó el grito del marinero de guardia y la respuesta de Garin desde la barca. Aquella voz hizo que le sudaran las manos.

La pesada lancha golpeó la banda del yate. Se oyeron los unánimes ternos de los marineros. Crujió la pasarela, sonaron pisada?, “Agarra, sujeta bien… Cuidado… Ya está… ¿A dónde hay que llevarlo?” Estaban cargando los cajones con los hiperboloides. Después, todo quedó en silencio.

Garin había caído en la trampa. ¡Por fin! Rolling se apretó la nariz con fríos y mostosos dedos y emitió unos sonidos sibilantes, parecidos a una tos seca. La gente que lo conocía afirmaba que no se reía nunca. ¡No era cierto! Después de sus éxitos, a Rolling le gustaba reírse. Pero sin testigos, a solas silenciosamente, como en aquella ocasión.

El multimillonario telefoneó a Jansen.

—¿Está ya a bordo?

—Sí.

—Llévenlo a uno de los camarotes de abajo y enciérrenlo con llave. Procuren hacerlo todo sin armar ruido, sin escándalo.

—A sus órdenes —respondió Jansen con una presteza que disgustó a Rolling, pues le pareció excesiva.

—¡Aló, Jansen!

—Le escucho.

—Dentro de una hora, el yate debe encontrarse en alta mar.

—A sus órdenes.

En el yate todo se puso en movimiento. Subió ruidosa la cadena del ancla. Empezaron a funcionar los motores. Por las portillas se vio fluir la verdosa agua. La orilla empezó a dar la vuelta. Un húmedo viento entró en el camarote, y una jubilosa sensación de velocidad se esparció por todo el esbelto casco del “Arizona”.

Naturalmente, Rolling comprendía que estaba haciendo una gran necedad. Pero ya no era el Rolling de antes, el jugador frío, el indómito búfalo que nunca faltaba al sermón dominical. Esta vez no obraba con el fin de lucrarse, sino porque el suplicio de las noches de insomnio, el odio a Garin y los celos buscaban una salida: aplastar a Garin y reconquistar a Zoya.

Incluso el increíble éxito que suponía la destrucción de las fábricas de anilina, lo vivió como en sueños. Ni siquiera se interesó por saber cuántos centenares de millones había ganado el día 29 en todas las bolsas del mundo.

Aquel día esperó a Garin en París, como habían convenido. Garin no se presentó. Rolling tenía prevista la jugada y el 30 se precipitó a Nápoles en avión.

Zoya había sido retirada del juego. Entre él y Garin ya no se alzaba nadie. La venganza había sido pensada hasta en los más mínimos detalles. Rolling encendió un cigarro. Intencionadamente, remoloneó unos instantes. Salió al pasillo. Abrió la puerta que llevaba a la cubierta inferior y vio los cajones con los hiperboloides. Dos marineros que estaban sentados en ellos se levantaron de un salto al verle. Rolling los envió al puente falso y cerró la puerta tras ellos.

Después se dirigió pausadamente hacia la puerta opuesta, que llevaba a la toldilla. Al empuñar la manija observó que la ceniza se había desprendido del cigarro. Rolling sonrió satisfecho, sus pensamientos eran lúcidos, hacía tiempo que no experimentaba semejante satisfacción.

Abrió la puerta. En la toldilla, bajo la claraboya, se encontraban, mirándole, Zoya, Garin y Shelgá. Rolling retrocedió al pasillo. Sintió que se le cortaba la respiración y, por un momento, le pareció que alguien había revuelto repentinamente su cerebro con una cuchara sopera. La nariz se le perló de sudor, y —¡oh, espanto!— sonrió con la sonrisa estúpida y lastimera del oficinista sorprendido raspando un libro de contabilidad (hacía unos veinticinco años le había ocurrido tal caso).

—Buenos días, Rolling —dijo Garin, levantándose—. Aquí me tiene, amigazo.

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