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Los seis mil obreros y empleados de la Isla de Oro habían sido reclutados en todos los confines del mundo. El primer ayudante de Garin, el ingeniero Cermak, que ostentaba el título de gobernador, había distribuido la mano de obra por nacionalidades, en quince colonias, separadas unas de otras por alambradas.

En cada colonia había barracas y templos construidos, dentro de las posibilidades, de acuerdo con los gustos de cada nacionalidad. Las conservas, los bizcochos, la mermelada y los toneles con col, arroz, medusas en escabeche, arenques, salchichas y demás se encargaban (a fábricas americanas) con etiquetas en la lengua de cada una de las nacionalidades.

Dos veces al mes se daba ropa de trabajo, conforme también al espíritu de cada nacionalidad, y una vez cada seis meses, trajes de fiesta nacionales: poddiovkas ysvitkas para los eslavos, blusas de seda cruda para los chinos, levitas y sombreros de copa para los alemanes, ropa interior de seda y zapatos de charol para los italianos, taparrabos con dientes de cocodrilo y cuentas de cristal para los negros, etc., etc.

A fin de justificar ante la población de la isla la existencia de las fronteras de alambre espinoso, el ingeniero Cermak tenía una plantilla de provocadores profesionales. Eran quince. Atizaban la enemistad entre las distintas nacionalidades: en los días de trabajo moderadamente, y en los domingos y fiestas de guardar, hasta que se llegaba a las manos.

La policía de la isla, formada por ex oficiales del ejército de Wrángel, con el uniforme de la Orden de Zoya —chaquetilla corta de paño blanco bordada en oro y pantalones de montar amarillo canario— mantenía el orden y no dejaba que unas nacionalidades exterminaran por completo a otras.

Los obreros cobraban salarios enormes en comparación con lo que se pagaba en el continente. Algunos mandaban el dinero a casa aprovechando los viajes de los barcos y otros lo guardaban en la caja de ahorros. No había donde gastar el dinero, pues solo los días, de fiesta estaban abiertos en un solitario desfiladero de la costa sureste de la isla las tabernas y el Luna Park. Allí funcionaban también quince casas de trato, montadas de acuerdo con el gusto de cada nacionalidad.

Los obreros sabían con qué fin se abría aquella gigantesca mina. Garin anunció a todos que, cuando terminara el contrato, daría a cada uno tanto oro como pudiera llevarse a cuestas. Por eso todos en la isla miraban con emoción la cinta de acero que llevaba la roca de las entrañas de la tierra al océano, por eso todos se sentían embriagados por el amarillento humo que salía de la boca del pozo.

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