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El otoñal ocaso ardía en lo lejos de Vasílievski Ostrov. Una luz purpúrea y sombría iluminaba las gabarras cargadas de leña, los remolcadores, las barcas pesqueras y los penachos de humo que se enredaban en las armazones metálicas de las grúas de los astilleros. Los cristales de los desiertos palacios llameaban como un incendio.

Un vapor se iba acercando desde el oeste por las aguas negruzcas, con rojos visos, del caudaloso Neva. El buque rugía, saludando a Leningrado y anunciando el fin de su viaje. Las luces de las portillas iluminaron las columnas del Instituto de Minas, la Escuela Naval y los rostros de la gente que paseaba por el muelle. El vapor fondeó junto a la aduana flotante, edificio rojo con columnas blancas. Empezó el habitual ajetreo del reconocimiento aduanero.

Arrimado a la borda se encontraba un pasajero de primera clase, moreno, pomuloso, que, según su pasaporte, pertenecía a la “Sociedad Geográfica Francesa”. El hombre contemplaba la ciudad envuelta en la vespertina niebla. El sol se reflejaba aún en la cúpula del templo de Isaac y en las doradas agujas del Almirantazgo y de la catedral de San Pedro y San Pablo. Parecía que la aguja de la catedral, hincada en el cielo, la había concebido Pedro I como una espada que se alzara amenazante en la frontera marítima de Rusia.

El hombre de rostro pomuloso estiró el cuello, mirando hacia la aguja de la catedral. Parecía profundamente impresionado, lleno de emoción, como un caminante que viera, después de muchos años de ausencia, el tejado del hogar paterno. En aquel instante, un solemne sonido partió de la fortaleza para arrastrarse por el oscuro Neva: en la catedral de San Pedro y San Pablo, donde se apagaba la luz reflejada en la fina aguja, el carillón tocaba “La Internacional” sobre las tumbas de los emperadores.

El hombre apretó con fuerza la barandilla, y algo parecido a un rugido escapó de su garganta. Luego se volvió de espaldas a la fortaleza.

En la aduana presentó un pasaporte a nombre de Arturo Levi y mientras duró el reconocimiento mantuvo gacha la cabeza, para ocultar el colérico brillo de sus ojos.

Después, con su manta de viaje al hombro y un maletín en la mano, bajó al muelle de Vasílievski Ostrov. Brillaban con otoñal fulgor las estrellas. El hombre se irguió, exhalando un suspiro largamente retenido. Miró las casas dormidas, el barco, en donde lucían dos fanales en los mástiles y ronroneaba quedamente la dínamo, y se encaminó hacia el puente.

Un hombre alto que vestía una blusa de lienzo se acercó lentamente al desconocido. Al pasar por su lado lo miró a la cara, balbuceó: “¡Dios mío!”, y luego preguntó:

—¿Alexandr Ivánovich Volshin? ¿Será posible?

El hombre que se había llamado en la aduana Arturo Levi dio un traspié, pero no volvió la cabeza y apretó el paso.

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