53

Zoya salió de la baja bañera circular y se volvió de espaldas. La doncella le echó encima un albornoz. Con todo el cuerpo cubierto aún de gotitas de agua de mar, Zoya tomó asiento en un banco de mármol.

Por las portillas penetraban los inquietos reflejos del sol, una verdosa luz alegraba las paredes de mármol, el cuarto de baño se mecía ligeramente. La doncella sacó cuidadosamente, como si fueran joyas, las piernas de Zoya y luego le calzó las medias y unos zapatos blancos.

—La ropa interior, señora.

Zoya se levantó perezosamente, y le pusieron una ropa interior casi imperceptible. Miraba Zoya más arriba del espejo, arqueadas las cejas. Le vistieron una falda blanca y una guerrera, también blanca, con botones dorados, tal como correspondía a la dueña de un yate de trescientas toneladas que navegaba por el Mediterráneo.

—¿Va a maquillarse la señora?

—Usted está loca —respondió Zoya, mirando lentamente a la doncella, y subió a cubierta, donde a la sombra, en una baja mesita de mimbre, la esperaba el desayuno.

Zoya se sentó a la mesa. Partió en dos una rebanada de pan y quedó extasiada contemplando el mar. El blanco y estrecho yate a motor se deslizaba por la lámina azul del mar, un poco más oscuro que el límpido cielo. Se percibía el fresco olor de la cubierta, pulcramente fregada. Soplaba un tibio vientecillo, que acariciaba las piernas bajo la falda.

En la cubierta de tablas estrechas y un tanto cóncava, que parecía de ante, podían verse junto a la borda sillones de mimbre, y en el centro, un argentado tapiz de Anatolia con algunos cojines de brocado. Del puente de mando a popa habían tendido un toldo de seda azul, con borlas y flecos.

Zoya exhaló un suspiro y se puso a almorzar.

Pisando blandamente, sonriendo, se acercó al capitán Jansen, un noruego pulcramente afeitado y de sonrosadas mejillas que parecía un niño grande. Con pausado ademán se llevó dos dedos a la visera de la gorra, muy ladeada sobre una oreja.

—Buenos días, madame Lamolle. (Zoya viajaba con ese nombre y bajo bandera francesa.)

El capitán poseía esa ruda elegancia de los marinos y llevaba un uniforme de nívea blancura, esmeradamente planchado. Zoya lo miró de arriba abajo, desde las doradas hojas de roble de la visera de la gorra hasta los zapatos blancos con suela de cáñamo. Quedó satisfecha, y dijo:

—Buenos días, Jansen.

—Permítame informarle, señora, que navegamos rumbo nordeste-este y que en el horizonte se divisa el humo del Vesubio. Antes de una hora estaremos a la vista de Nápoles.

—Siéntese, Jansen.

Con un ademán, Zoya invitó al marino a compartir con ella el desayuno. Jansen se sentó en un taburete de junco, que crujió bajo su fuerte corpachón, pero se negó a desayunar porque lo había hecho ya a las nueve de la mañana. Por cortesía, aceptó una tacita de café.

Zoya examinó fijamente su bronceado rostro, de rubias pestañas. Jansen se puso poco a poco muy colorado y dejó la tacita sobre la mesa sin haber probado el café.

—Hay que tomar agua dulce y carburante para los motores —dijo Jansen sin levantar la mirada.

—¡Cómo! ¿Hay que fondear en Nápoles? ¡Qué fastidio! Anclaremos en el antepuerto, si es que tanto necesita usted agua y carburante.

—Se hará como usted lo desea —dijo muy quedo el capitán.

—Diga, Jansen, ¿eran piratas sus antepasados?

—Sí, señora.

—¡Qué interesante era aquello! ¡Aventuras, peligros, orgías desenfrenadas, raptos de mujeres bellas…! No le da pena no ser pirata.

Jansen no contestó. Sus rojizas pestañas temblequearon. Unas arrugas se dibujaron en su frente.

—Responda.

—Yo he recibido una buena educación, señora.

—Lo creo.

—¿Acaso hay en mi algo que dé pie para creerme capaz de acciones contrarias a la ley y desleales?

—¡Puf! —exclamó Zoya—. Un hombre tan fuerte, tan valiente, tan magnífico, descendiente de piratas, y se dedica a pasear a una mujer, loca como una cabra, por un tibio y aburrido charco. ¡Puf!

—Pero, señora .

—Haga usted alguna locura, Jansen. Estoy aburrida.

—Haré lo que usted quiera.

—Cuando se desencadene una terrible tempestad, haga que el yate se estrelle contra un escollo.

—Lo haré…

—¿Lo dice en serio?

—Si usted lo ordena…

Jansen miró a Zoya. Los ojos del marino reflejaban su ofensa y una admiración reprimida. Zoya se estiró y descansó la mano en la blanca manga de Jansen, diciendo:

—Yo no bromeo con usted, Jansen. Le conozco tan sólo desde hace tres semanas, pero me parece usted uno de esos hombres que saben ser fieles (el marino apretó las mandíbulas). Me parece usted capaz de acciones desleales sí…

En aquel instante, en la pulida escalera que bajaba del puente de mando aparecieron unas piernas que se movían rápidas. Jansen observó precipitado:

—Es la hora, madame…

Bajó el segundo, saludó y dijo:

—Madame Lamolle, son las doce menos tres minutos, ahora mismo la llamarán por radio…

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