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Por la noche apareció al noroeste la errante luz de los reflectores. En el puerto aullaron inquietas las sirenas. Al amanecer, cuando el mar se encontraba sumido aún en la sombra, se advirtieron los primeros indicios de la aproximación de la flota: muy alto volaron sobre la isla unos aviones, relumbrantes a la luz rosada de la aurora.

Los policías dispararon contra ellos sus carabinas, pero pronto dejaron de hacer fuego. Los habitantes de la isla se reunían en grupos. Sobre la mina continuaba rizándose el penacho de humo. En los barcos sonaron las campanas. Un gran transporte estaba descargando: una grúa montada en el muelle dejaba caer en la orilla paquetes atados en cruz.

El océano aparecía tranquilo, envuelto en el cendal de la niebla. En el cielo zumbaban las hélices de los aeroplanos.

Salió el sol, velado por la niebla. Entonces todos distinguieron en el horizonte los humos de los buques. Formaban una larga y aplastada nube, que se extendía en dirección sureste. Aquello era la muerte, que se aproximaba.

En la isla todo enmudeció, y parecía que hasta los pájaros llevados del continente habían dejado de cantar. Un grupo corrió a las lanchas que se mecían en el puerto, y las pequeñas embarcaciones, cargadas hasta la borda, salieron presurosas a alta mar. Pero las barcas eran pocas y en la isla no había dónde refugiarse. Los habitantes, como si estuvieran paralizados, permanecían inmóviles, en silencio. Algunos se tendieron de bruces en la arena.

En el palacio no se advertía el menor movimiento. Las puertas de bronce estaban cerradas. A lo largo de las rojizas e inclinadas paredes iban y venían, terciadas las carabinas, los policías, con sus altos sombreros de anchas alas y sus guerreras blancas bordadas en oro. A un lado se elevaba, transparente como un encaje, la torre del gran hiperboloide. El velo de la niebla, que se iba retirando, ocultaba su cúspide. Pero quizás nadie confiaba en su protección: la negra nube en el horizonte era demasiado material y amenazadora.

Muchos miraron asustados hacia la mina. Aulló la sirena, anunciando la entrada del tercer turno. ¡A quién se le ocurría trabajar en tales momentos! ¡Maldito fuera el oro! Después, el reloj del castillo dio las ocho. Un trueno, pesado, ensordecedor, más fuerte a cada instante, se arrastró por el océano. Era la primera andanada de la escuadra. Los segundos de expectación semejaron estirarse en el espacio, con el aullido de los proyectiles al rasgar el aire.

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