Como todos los grandes hombres de negocios, Rolling, el rey de la industria química, tenía sus oficinas en un local donde su secretario “filtraba” a los visitantes, determinando su peso e importancia, leía sus pensamientos y, con una cortesía monstruosa, respondía a todas las preguntas. Una taquimeca hacía cristalizar en palabras las ideas de Rolling, que (si se tomaba su media aritmética anual y se multiplicaba por su equivalente monetario) encerraban un valor aproximado a cincuenta mil dólares por segundo. Las uñas de almendra de cuatro mecanógrafas recorrían sin cesar las teclas de cuatro “Underwoods”. A la primera llamada de Rolling surgía ante él, cual por arte de magia, la figura de un botones, como una materialización de la voluntad del magnate.
La oficina de Rolling en el bulevar Malesherbes era un local sombrío y adusto. Paredes revestidas de damasco oscuro, alfombras oscuras en el piso y oscuros muebles tapizados de cuero. En oscuras mesas con cristales veíanse catálogos de cubiertas marrón y prospectos de fábricas de productos químicos. Unos cuantos herrumbrosos proyectiles de gas y un mortero recogidos en los campos de batalla decoraban la chimenea.
Tras las altas y oscuras puertas de nogal de su despacho, rodeado de diagramas, cartogramas y fotografías, se encontraba Rolling, el rey de la industria química. Los visitantes ya “filtrados” entraban en la antesala pisando silenciosamente las alfombras, se sentaban en sillas tapizadas de cuero y miraban, nerviosos, las puertas de nogal. Tras ellas, en el despacho del rey, hasta el aire era incalculablemente valioso, pues lo impregnaban pensamientos cuyo valor se cifraba en cincuenta mil dólares por segundo.
¿Qué corazón humano podía seguir latiendo acompasadamente cuando en medio de aquel respetable silencio se movía de pronto en la antesala la dorada y maciza manecilla de la puerta de nogal —representaba una garra sosteniendo un globo— y aparecía bajo el dintel un homúnculo terriblemente hosco, con chaqueta gris oscuro y una barbilla conocida en todo el mundo cubriendo sus mejillas, aquel cuasi superhombre de rostro apergaminado y enfermizo que recordaba una marca conocida en todo el mundo: un círculo amarillo con cuatro barras negras… Entreabriendo la puerta, el rey perforaba con la mirada al visitante y decía con marcado acento norteamericano: “¡Tenga la bondad!”