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La aurora matutina iluminó el límpido cielo. Una rosada neblina se extendía sobre el océano. Pegado a la ventana de la barquilla del dirigible, Garin apenas si distinguió desde lo alto con los prismáticos el estrecho cascarón del yate. La embarcación dormitaba en la quieta lámina de las aguas, que espejeaba a través del tenue cendal de la niebla.

El dirigible empezó a descender, brillando a la luz del sol. Lo vieron desde el yate e izaron la bandera. Cuando la barquilla del dirigible rozó el agua, una lancha se apartó del “Arizona”. Zoya iba al timón. Estaba tan consumida, que Garin apenas si la reconoció. Garin saltó a la lancha, sonriendo como si nada hubiera ocurrido, se sentó al lado de Zoya, le dio unas palmaditas en la mano y dijo:

—Me alegro de verte. No te pongas triste, pequeña. Nos ha salido mal esta vez, pero no importa. Armaremos otra… No te desanimes…

Zoya frunció el ceño y volvió la cabeza, para no ver la cara de Garin.

—Acabo de dar sepultura a Jansen. No puedo más. Todo, todo me da lo mismo.

El sol asomó en el horizonte, su enorme disco apareció sobre el azul desierto, y la niebla se desvaneció como un ensabanado fantasma.

Una banda de luz solar se extendió sobre las aguas, espejeando, aceitosa, y sobre ella destacaba la negra silueta del “Arizona”, con sui tres palos y con las torres de los hiperboloides.

—¡Ahora tomaremos un baño, almorzaremos y a dormir! —dijo Garin.

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