Pero lo que ocurría a bordo del “Arizona” era algo distinto de lo que creía Rolling. El recordaba a Zoya como a una mujer inteligente, tranquila y calculadora, fría y leal. Sabía que las debilidades propias de las mujeres le repugnaban. Rolling no podía admitir que durase mucho su pasión por aquel miserable vagabundo, por el bandido de Garin. Un agradable paseo por el Mediterráneo debía despejar su mente.
En efecto, Zoya parecía delirar cuando, en el Havre, la tomó a bordo el “Arizona”. Unos días de soledad en medio del mar la calmaron. Se despertaba, vivía y cerraba los ojos en medio de la azul luz, del fulgor de las aguas, bajo el rumorear de las olas, pausado y monótono como la eternidad. Con un estremecimiento de aversión recordaba la sucia alcoba y el cadáver de Lenoire, con aquel espantoso rictus y los ojos vítreos; recordaba la franja de humo en el pecho de Nariz de Pato, el húmedo claro en el bosque de Fontainebleau y los inesperados disparos de Rolling, que hizo fuego como si estuviera matando a un perro rabioso…
Sin embargo, su mente no se despejó, como confiaba Rolling. Veía día y noche maravillosas islas, palacios de mármol con escalinatas bajando al océano… Muchedumbres de gente bella, música, banderas ondeantes… Y ella era la soberana de aquel mundo fantástico…
Los sueños y las visiones en el sillón bajo el toldo azul eran la continuación de la plática mantenida con Garin en Ville d'Avray (una hora antes del asesinato). En todo el mundo, sólo una persona, Garin, podría comprenderla en aquellos momentos. Pero con él estaban relacionados los vítreos ojos de Lenoire y la terrible boca abierta de Gastón Nariz de Pato.
Por eso Zoya sintió que el corazón se le paralizaba cuando, inopinadamente, sonó en los auriculares la voz de Garin… Desde entonces, lo llamaba cada día, implorando unas veces y amenazando otras. Quería verlo y al mismo tiempo le temía. Se le antojaba una mancha negra en el límpido azul del mar y del cielo… Quería hablarle de sus sueños con los ojos abiertos. Quería preguntarle dónde se encontraba la capa olivínica. Zoya iba y venía, como loca, por el yate, privando de todo sosiego al capitán Jansen y al segundo.
Garin respondía:
“…Espera. Todo será como tú lo deseas. Lo que hace falta es que sepas querer. Desea y vuélvete loca. Eso es bueno. Así es como te quiero. Sin ti, mi obra es cosa muerta”.
Tal era su último radiograma, captado por Rolling. Zoya esperaba aquel día respuesta a la pregunta de cuándo, exactamente, había que esperarle en el yate. Zoya salió a cubierta y se acodó en la borda. La embarcación apenas si se movía. El viento se había encalmado. En el este se alzaba una tenue neblina, indicio de tierra aún invisible, y el gris penacho del Vesubio.
En el puente de mando, el capitán Jansen bajó la mano que sostenía los prismáticos, y Zoya sintió que la miraba como un embrujado. ¡Cómo no iba a mirarla cuando todas las maravillas del cielo y del mar parecían creadas exclusivamente para que las admirase madame Lamolle, acodada en la barandilla sobre la sima blanquiazul de las aguas!
A Zoya le parecían increíbles y ridículos los tiempos en que, por una docena de medias de seda, por un traje caro o, simplemente, por mil francos, dejaba que la besuqueasen, manchándola con su saliva, sujetos de cortos dedos y mejillas mal rasuradas…, ¡Puf…! París, cabarets, estúpidas cocotas, hombres depravados, la pestilencia de las calles y dinero, dinero, dinero… ¡Qué repugnancia…! ¡Aquello era vivir en un fétido pozo ciego!
Garin le dijo la noche aquella: “Si quiere, será usted vicaria de Dios o del diablo, como más le plazca. Si tiene el deseo de aniquilar a seres vivos —a veces se siente esa necesidad—, podrá hacerlo porque dominará a todo el género humano… Una mujer como usted, Zoya, sabrá encontrar aplicación a los tesoros de la capa olivínica…”
Zoya pensaba:
“Los emperadores romanos se divinizaban a sí mismos. Seguramente, eso les causaba placer. En nuestros tiempos, no sería ése un mal entretenimiento. Para algo debe valer la pobre gente. La encarnación de Dios, una deidad viva en medio de un lujo fantástico… ¿Por qué no? La prensa podría preparar mi divinización fácil y rápidamente. Una mujer fabulosamente bella gobierna el mundo. Eso tendría un éxito indudable. Se podría construir en cualquier isla una suntuosa ciudad para jóvenes elegidos, presuntos amantes de la diosa. Aparecer, como diosa, entre jovenzuelos hambrientos de mujer, sería una sensación bastante agradable”.
Zoya encogió un hombro y, mirando otra vez al capitán, dijo:
—Venga aquí, Jansen.
El marino se acercó a grandes zancadas, pisando blandamente la cubierta, recalentada por el sol.
—Jansen ¿no piensa usted que estoy loca?
—No lo pienso, madame Lamolle, y no lo pensaré aunque me mande lo que mande.
—Gracias. Le nombro comendador de la Orden de la Divina Zoya.
Jansen pestañeó asombrado. Luego saludó llevándose dos dedos a la visera de la gorra, bajó la mano y volvió a pestañear. Zoya se echó a reír, y a los labios del capitán afloró una sonrisa.
—Jansen, existe la posibilidad de realizar los deseos más imposibles… todo lo que pueda ocurrírsele a una mujer en un día tan caluroso… Ahora bien, para eso hay que luchar…
—Lucharemos —respondió lacónico Jansen.
—¿Cuántos nudos hace el “Arizona”?
—Hasta cuarenta.
—¿Qué buques pueden darle alcance en alta mar?
—Muy pocos…
—Quizás tengamos que afrontar una prolongada persecución.
—¿Ordena usted que tomemos carburante?
—Sí. Además, tome agua dulce, conservas, champagne… Capitán Jansen, vamos a emprender una aventura muy peligrosa.
—A sus órdenes.
—Yo, Jansen, estoy segura de la victoria, ¿me oye…?
La campana del yate anunció que eran las doce y media… Zoya entró en la cabina del radiotelegrafista. Se sentó ante el aparato. Movió la maneta del receptor. Se oyeron los acordes de un foxtrot.
Frunciendo las cejas, Zoya miró el cronómetro. Garin callaba. Zoya de nuevo movió la maneta, esforzándose por evitar el temblor de sus dedos.
…Una voz desconocida, lenta, dijo en ruso a su oído:
“…Si aprecia usted la vida… el viernes desembarque en Nápoles… Espere noticias en el hotel “Splendid” hasta el sábado al medio día”.
Era aquello el final de una frase transmitida por onda de cuatrocientos veintiuno, es decir, por la misma que utilizaba todo el tiempo Garin.