Lo más extraño en la conducta de Rolling fue que, sumiso, siguió a Garin para desayunar con él. Les acompañó en el refrigerio madame Lamolle, pálida y silenciosa por la emoción recién vivida. Cuando se llevaba la copa a los labios, el cristal tintineaba en sus iguales y cegadores dientes.
Como si temiera perder el equilibrio, Rolling miraba fijo al dorado tapón de la botella, que tenía la forma del maldito aparato que en unos minutos había destruido la concepción que siempre tuviera Rolling de la fuerza y el poderío.
Garin, la cabellera mojada, sin peinar, sin cuello de camisa, vistiendo una arrugada chaqueta llena de quemaduras, hablaba de cosas sin sentido; mientras engullía unas ostras, se bebió de golpe unos cuantos vasos de vino.
—Ahora siento el hambre que tenía.
—Ha trabajado usted mucho, querido amigo —dijo Zoya en voz baja.
—Sí. Debo confesar que por un instante me asusté, cuando el horizonte se envolvió en el humo de los cañones… Hay que reconocer que me tomaron la delantera… ¡Diablos…! Si hubieran disparado un cable más cerca, de esta casa, ¡qué digo de la casa!, de toda la isla no hubieran quedado ni restos…
Garin se metió entre pecho y espalda otro vaso de vino y, aunque había dicho que tenía hambre, apartó con el codo al lacayo que le ofrecía un plato.
—¿Qué, abuelito? —dijo Garin, volviéndose repentinamente hacia Rolling y mirándole a la cara muy serio—. Ya es hora de que hablemos en serio. ¿O espera usted efectos más impresionantes?
Sin hacer ruido, Rolling dejó sobre el plato el tenedor y las pinzas de plata para comer la langosta y bajó los ojos, diciendo:
—Hable, le escucho.
—Ya era hora… Por dos veces le he ofrecido que colabore conmigo. Confío en que no lo habrá olvidado. Por cierto, yo no le echo la culpa: usted no es un pensador, sino un búfalo. Ahora vuelvo a ofrecerle lo mismo. ¿Le asombra? Se lo explicaré. Soy organizador. Reestructuro todo el sistema capitalista, tan pesado, torpe y lleno de absurdos prejuicios. ¿Comprende? Si no lo hago, los comunistas se lo comerán a usted frito con mantequilla y luego escupirán, no sin cierto placer. El comunismo es lo único del mundo que odio… ¿Por qué? Porque me destruye a mí, a Piotr Garin, a todo el universo de ideas que nacen en mi cerebro… Preguntará usted, y con razón, qué falta puede hacerme cuando tengo bajo las plantas de los pies inagotables reservas de oro.
—Sí, se lo pregunto —barbotó, ronco, Rolling.
—Tómese, abuelito, un vaso de ginebra con pimienta, eso avivará su imaginación. ¿Ha creído usted, acaso, que pienso convertir el oro en estiércol? Efectivamente, me dispongo a hacer vivir a la humanidad unos días muy movidos. Llevaré a los hombres al borde de un terrible abismo, haré que vean en sus manos kilogramos de oro que no valgan más allá de cinco centavos.
Rolling levantó de pronto la cabeza, sus apagados ojos brillaron con juvenil fulgor, y una sonrisa torcida apareció en sus labios…
—¡Ah! —profirió con voz que parecía el graznido de un cuervo.
—Sí, amigo. ¿Me ha comprendido, por fin…? En esos días de enorme pánico, nosotros, es decir, yo, usted y unos trescientos búfalos más, unos trescientos aventureros internacionales o reyes financieros —elija a su gusto la denominación— agarraremos al mundo por la garganta… Compraremos todas las empresas, todos los ferrocarriles, toda la flota aérea y marítima… Todo lo que necesitemos y pueda sernos útil, lo compraremos. Luego haremos saltar al aire esta isla, con la mina, y declararemos que las reservas mundiales de oro son limitadas, se encuentran en nuestras manos y se devuelve al oro su anterior papel, es decir, el de la única medida del valor.
Rolling escuchaba repantigado en la silla; su boca, con dientes de oro, se abría como la de un tiburón, y su rostro había adquirido un tinte purpúreo.
El rey de la industria química estaba tan quieto, punzantes sus ojuelos, que madame Lamolle creyó que al viejo iba a darle un patatús.
—¡Ah! —volvió a graznar—. Es una idea atrevida… Puede contar con el éxito… Pero usted no toma en consideración el peligro que suponen las huelgas, los motines…
—Eso lo tomo en consideración en primer término —dijo brusco Garin—. Para empezar, construiremos enormes campos de concentración. A todos los descontentos con nuestro régimen los encerraremos tras las alambradas. Después decretaremos una ley relativa a la castración cerebral. ¿Qué, querido amigo, me eligen ustedes caudillo…? ¡Ja, ja!
Garin hizo de pronto un guiño; en aquel instante casi causaba espanto.
Rolling bajó la cabeza, frunció el ceño. Le preguntaban, y debía pensar antes de responder.
—¿Me obliga usted a ello, mister Garin?
—¿Y usted que se ha creído, abuelito, que se lo voy a pedir de rodillas? Le obligaré, si no ha comprendido aún que, hace tiempo, me están esperando ustedes como a su salvador.
—Muy bien —dijo Rolling entre dientes y tendió por encima de la mesa a Garin su lilácea mano, que parecía recubierta de escamas.
—Muy bien —repitió Garin—. Los acontecimientos se desarrollan vertiginosamente. Es necesario que en el continente se prepare la opinión de los trescientos reyes. Escríbales una carta diciéndoles que el gobierno que envía la flota a cañonear mi isla está loco. Trate de prepararlos para el “pánico del oro”. (Garin chasqueó los dedos; un lacayo de librea se acercó inmediatamente a él.) Échanos más champagne. Así, pues, Rolling, bebamos por la gran revolución histórica. Sí, amigo, esos Mussolinis son meros cachorros…
Piotr Garin se había puesto de acuerdo con mister Rolling… La historia, espoleada, emprendió el galope, batiendo con sus cascos de oro en las cabezas de los tontos.