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Antes de que llegara el perro policía, Shelgá se puso a examinar meticulosamente el chalet, empezando por la buhardilla.

Todo estaba lleno de basura, vidrios rotos, jirones de empapelado y oxidados botes de conservas. Las ventanas estaban cubiertas de telarañas y en los rincones había moho. Al parecer, el chalet estaba abandonado desde 1918. Únicamente semejaban habitadas la cocina y la habitación con la cama metálica. No había allí la menor comodidad ni tampoco restos de comida, de no contar un panecillo y una gruesa lonja de salchichón hallados en un bolsillo del muerto.

Nadie vivía en el chalet, pero alguien lo visitaba para hacer allí algo que necesitaba ocultar. Esta fue la primera conclusión de Shelgá cuando hubo registrado la casa entera. El detenido examen de la cocina mostró que producían en ella cierto preparado químico. Al investigar los montones de ceniza sobre la plancha de la cocina, donde, por lo visto, se hacían experimentos, y después de hojear algunos folletos con las puntas de algunas hojas dobladas. Shelgá estableció un hecho más: el muerto se dedicaba simplemente a la pirotecnia.

Esta conclusión llevó a Shelgá a un callejón sin salida. Volvió a registrar la ropa del muerto, pero no descubrió nada nuevo. Entonces, enfocó el asunto desde otro ángulo.

Las huellas al pie de la ventana evidenciaban que los asesinos eran dos y habían entrado por la ventana, corriendo el inevitable riesgo de encontrar resistencia, pues el habitante del chalet no podía dejar de oír el ruido hecho al arrancar el postigo.

Ello significaba que los asesinos necesitaban a toda costa hacerse con algo muy importante o matar al hombre aquel.

Si se admitía que únicamente deseaban asesinar al hombre, hubieran podido hacerlo mucho más fácilmente acechándolo camino del chalet; de otra parte, la posición del cadáver demostraba que lo habían atormentado antes de clavarle el puñal. Los asesinos necesitaban sacarle al hombre aquel un secreto que no quería descubrirles.

¿Qué querrían de él? ¿Dinero? Era poco probable que el hombre, al ir de noche al chalet abandonado para dedicarse a la pirotecnia, llevara encima una suma considerable. Seguramente, los asesinos querían arrancarle un secreto relacionado con sus ocupaciones nocturnas.

Así, pues, el curso de sus pensamientos hizo que Shelgá volviera a examinar con detenimiento la cocina. Apartó los cajones de la pared y descubrió una cuadrada boca que llevaba a una bodega de esas que suelen hacerse en los chalets bajo el piso de la cocina. Tarashkin encendió un cabo de vela y se tendió de bruces, iluminando el húmedo subterráneo, al que descendía muy despacio Shelgá por una resbaladiza y carcomida escalera.

—¡Baje con la vela! —gritó Shelgá desde la oscuridad—. ¡Mire donde tenía su verdadero laboratorio!

La bodega se extendía bajo todo el chalet: junto a las paredes de ladrillo había varias mesas de tablas sobre caballetes, unos bidones de gas, un pequeño motor y una dínamo, unas bañeras de cristal de las empleadas para la electrólisis, herramientas de cerrajero y, en todas las mesas, montones de ceniza…

—¡Mire lo que hacía! —exclamó un tanto desconcertado Shelgá, examinando los gruesos maderos y las hojas de hierro apoyados contra la pared. Las hojas y los maderos aparecían perforados en muchos lugares y algunos cortados por la mitad; los cortes y los orificios parecían quemados y fundidos.

Una tabla de roble mostraba orificios de un diámetro de una décima de milímetro, como si hubiesen sido hechos con una aguja. Unas grandes letras que se veían en medio de la tabla decían así: “P. P. Garin”. Shelgá dio la vuelta a la tabla y en la parle opuesta vio las mismas letras, pero al revés: por un procedimiento incomprensible, aquella tabla de tres pulgadas había sido quemada, de parte a parte, con aquella inscripción.

—¡Diablos! —exclamó Shelgá—. ¡No cabe duda de que P. P. Garin no se dedicaba aquí a la pirotecnia!

—¿Qué es eso, Vasili Vitálievich? —inquirió Tarashkin, señalando una pirámide de una pulgada y media de altura y casi una pulgada en la base, hecha de una sustancia grisácea.

—¿Dónde ha encontrado eso?

—Ahí hay un cajón lleno.

Después de examinar y de oler la pirámide, Shelgá la dejó en el borde de una mesa, hincó en uno de sus costados una cerilla encendida y se retiró al rincón opuesto del sótano. La cerilla prendió fuego a la pirámide, que fulguró con llama azulenca y estuvo ardiendo poco más de cinco minutos, sin humo y casi sin olor.

—A la próxima vez no volveremos a hacer tales experimentos —dijo Shelgá—. Hubiera podido ser una vela de gas, y, en tal caso, no hubiéramos salido vivos de este sótano. Bien, ¿qué hemos sabido? Trataremos de establecerlo: en primer lugar, el asesinato no ha tenido por fin la venganza ni el robo. En segundo lugar, hemos averiguado el apellido del muerto: P. P. Garin. Eso es todo, por el momento. Quizás objete usted, Tarashkin, que Garin puede ser el hombre que se marchó en la barca. Es poco verosímil. Quien escribió el apellido en la tabla fue el propio Garin. Psicológicamente, eso está claro. Si yo, pongamos por caso, descubriera un aparato maravilloso, de seguro que, entusiasmado, escribiría mi apellido, y en ningún caso el de usted. Sabemos, además, que el muerto trabajaba en el laboratorio: por tanto, él es el inventor, es decir, Garin.

Shelgá y Tarashkin salieron del sótano y, después de encender un cigarrillo, se sentaron en la terracilla, de cara al sol, esperando al agente y al perro policía.

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