118

Poco antes de la apertura de la conferencia de Washington arribaron al puerto de San Francisco cinco buques de gran tonelaje. Izaron tranquilamente la bandera holandesa y atracaron entre miles de otros mercantes que se encontraban en la amplia bahía, llena de humo y bañada por el sol del estío.

Los capitanes bajaron a tierra. Toda la documentación estaba en regla. En los barcos se secaban al sol los calzoncillos de los marineros. Fregaban la cubierta. A los funcionarios de aduanas les causó cierto asombro la carga de aquellos buques con la bandera holandesa. Pero les explicaron que aquellos lingotes de metal amarillo, de cinco kilos de peso cada uno, eran de oro y habían sido llevados a América para venderlos.

A los funcionarios les hizo gracia la broma y se rieron.

—¿A cómo venden el oro? ¡Je, je!

—Al precio de coste —respondieron los segundos de a bordo.

En los cinco barcos se sostenía, palabra por palabra, la misma conversación.

—¿Y cuanto piden?

—Dos dólares y medio por kilo.

—¡Barato lo venden ustedes!

—Lo vendemos barato porque la mercancía abunda —respondieron los segundos, chupando sus pipas.

Los aduaneros escribieron en sus libros: “Carga: lingotes de metal amarillo, declarados como oro”. Y se marcharon riendo. Pero la cosa no era como para reírse.

Dos días después, en las secciones de anuncios de los periódicos, en carteles blancos y amarillos pegados en los postes, y escrito con tiza en las aceras, podía leerse por todo San Francisco:


“El ingeniero Piotr Garin, considerando terminada la guerra por la independencia de la Isla de Oro y muy apenado ante las pérdidas sufridas por el enemigo, ofrece con todo su respeto a los habitantes de los Estados Unidos, como comienzo de unas relaciones comerciales pacíficas, cinco barcos cargados de oro de ley. Vendemos lingotes de oro de cinco kilogramos a razón de dos dólares y medio el kilogramo. Quienes lo deseen, pueden adquirirlo en los estancos, ferreterías, lecherías, kioscos de periódicos, puestos de limpiabotas, etc., etc. Ruego se convenzan de la legitimidad del oro, del que dispongo en cantidad ilimitada. Con todo respeto, Garin”.


Naturalmente, nadie creyó aquel absurdo anuncio. La mayoría de los intermediarios ocultaron los lingotes. Sin embargo, la ciudad empezó a hablar de Piotr Garin, legendario pirata y bandido, que de nuevo alteraba la quietud de la gente honrada. Los periódicos de la tarde pedían que se linchara a Pierre Harry. A las seis de la tarde, multitudes de ociosos se congregaron en el puerto y, en mitines relámpagos, aprobaron la resolución de hundir los barcos de Garin y ahorcar en los faroles a las tripulaciones. La policía se vio en dificultades para contener al gentío.

Mientras tanto, las autoridades portuarias efectuaban una investigación. La documentación de los cinco barcos estaba en regla, y las naves no podían ser secuestradas, ya que pertenecían a una conocida compañía naviera holandesa. Sin embargo, las autoridades prohibieron que se comerciase con aquellos lingotes, que tanto excitaban a la población. Pero ninguno de los funcionarios se opuso cuando le metieron en los bolsillos de los pantalones dos lingotes. Comprobaban el oro hincándole el diente. ¡Sí, por su color y por su peso era oro, oro de ley, dijérase lo que se dijese! Por eso dejaron pendiente la cuestión, y echaron tierra al asunto por el momento.

Unos marinos muy poco locuaces llevaron a las redacciones de los treinta y dos diarios que se publicaban en la ciudad sendos sacos abarrotados de aquellos enigmáticos lingotes. Al dejarlos allí, sólo dijeron: “Es un regalo”. Los redactores se indignaron. En las treinta y dos redacciones se armó un revuelo inenarrable. Invitaron a unos joyeros para comprobar si aquello era efectivamente oro. Se proponían medidas sangrientas contra la desfachatez de Pierre Harry. Pero los lingotes desaparecieron, sin que se supiera cómo, de las treinta y dos redacciones.

Aquella noche, alguien arrojó lingotes de oro por las calles de la ciudad. A las nueve de la mañana, en las peluquerías y estancos colgaron el anuncio: “Aquí se vende oro de ley a dos dólares y medio el kilogramo”.

La población se estremeció.

Lo peor del caso era que nadie comprendía por qué vendían el oro a dos dólares y medio el kilogramo. Pero, no comprarlo, hubiera sido una estupidez. En la ciudad se armó un revuelto infernal. Miles de personas se apiñaban en el puerto, ante los barcos, y gritaban: “¡Lingotes, lingotes, lingotes!” El oro lo vendían en las mismas pasarelas. Aquel día pararon los tranvías y el ferrocarril subterráneo. En las oficinas y en las instituciones oficiales reinaba el caos: los funcionarios, en vez de ocuparse de su trabajo, corrían de estanco en estanco, implorando que les vendieran un lingotito. Los almacenes y los comercios no funcionaban, los encargados y dependientes habían huido, y los rateros y atracadores eran los dueños de la ciudad.

Circuló el rumor de que habían traído el oro en cantidad limitada y ya no arribarían más barcos con lingotes.

Al tercer día, en todos los confines de América empezó la fiebre del oro. Los ferrocarriles de las líneas del Pacífico llevaban al oeste multitudes de buscadores de la felicidad, emocionados, llenos de desconcierto, de dudas, todos ellos exaltados a más no poder. Los trenes se tomaban al asalto. Aquella oleada de estupidez humana era una expresión de enorme desconcierto.

Con retraso, como siempre suele ocurrir, el gobierno de Washington dio la orden siguiente: “Acordonar con tropas de policía los buques cargados, según se dice, de oro. Detener a los oficiales y marineros y precintar las escotillas”. La orden fue cumplida.

Las enfurecidas multitudes que habían acudido en busca de la dicha desde los confines del país, abandonando sus asuntos y su trabajo para llenar los calurosos muelles de San Francisco, en los que todo lo comestible había sido destruido, como por una nube de langosta, aquellas enloquecidas multitudes rompieron el cordón de la policía y peleaban como fieras rabiosas, con revólveres, cuchillos y dientes: echaron al agua a un montón de policías, pusieron en libertad a las tripulaciones de los barcos fletados por Garin y, pistola en mano, hicieron cola para comprar oro.

De la Isla de Oro llegaron tres barcos más. Las grúas descargaban los lingotes en el muelle y los amontonaban en pilas. Aquello infundía un espanto irresistible. La gente temblaba, mirando desde las colas los tesoros que fulgían sobre el empedrado.

Mientras tanto, los agentes de Garin habían terminado de montar altavoces en las calles de las grandes ciudades. El sábado, cuando los habitantes de las ciudades terminaron el trabajo y llenaron las calles, en toda América se oyó una voz que, con un acento espantoso, pero con un aplomo extraordinario, decía:

“Americanos, habla con vosotros el ingeniero Garin, esa persona que ha sido declarada fuera de la ley y con cuyo nombre se asusta a los niños. Americanos, yo he perpetrado muchos crímenes, pero con todos ellos he perseguido un solo fin: la dicha de la humanidad. Me he apropiado de un rodal de tierra, de una miserable isla, para llevar a cabo en ella una empresa grandiosa y sin precedente. He resuelto penetrar en las entrañas de la tierra, hasta alcanzar vírgenes yacimientos de oro. A ocho kilómetros de profundidad he alcanzado una gruesa capa de oro hirviente. Americanos, cada cual comercia con lo que tiene. Yo so ofrezco mi mercancía: oro. Gano diez centavos por dólar, vendiéndolo a dos dólares y medio el kilogramo. Eso no es abusivo. Pero ¿por que me prohíben vender mi mercancía? ¿Donde está vuestra libertad de comercio? Vuestro gobierno pisotea los sagrados cimientos de la libertad y del progreso. Yo estoy dispuesto a resarciros los gastos de la guerra. Reintegro al Estado, a las compañías y a los particulares todo el dinero que el “Arizona” ha requisado en barcos y bancos usando los fueros de guerra. Únicamente pido una cosa: dejadme en libertad de vender mi oro. Vuestro gobierno me lo impide y confisca mis barcos. Yo me pongo bajo la defensa de toda la población de los Estados Unidos”.

Los altavoces fueron destruidos aquella misma noche por los policías. El gobierno apeló a la sensatez de la población, lanzando un llamamiento que decía:

“…Admitamos que sea cierto lo que comunica el famoso bandido ingeniero Garin, oriundo de la Rusia soviética. Ello únicamente dicta la imperiosa necesidad de cegar cuanto antes la mina de la Isla de Oro y de destruir la posibilidad misma de que existan inagotables reservas de oro. ¿Qué será del equivalente del trabajo, de la dicha, de la vida, si empiezan a extraer el oro con pala, como si fuera arcilla? La humanidad regresará inevitablemente a los tiempos primitivos, al trueque, al salvajismo y al caos. Perecerá todo el sistema económico, perecerán la industria y el comercio. La gente no tendrá estímulo para poner en tensión las fuerzas supremas de su espíritu. Desaparecerán las grandes ciudades, se cubrirán de hierba los ferrocarriles, se apagarán las luces en los cinematógrafos y en los parques. El hombre de nuevo tendrá que conseguir su alimento con la pica de pedernal. El ingeniero Garin es el mayor de los provocadores, un servidor del diablo. Se propone depreciar el dólar. Pero no lo logrará…”

El gobierno pintaba el terrible cuadro de la depreciación del oro. Sin embargo, la gente sensata resultó ser muy poca. Todo el país se había vuelto loco. En las demás ciudades, lo mismo que en San Francisco, iba quedando paralizada la vida. Los trenes y millones de automóviles volaban hacia el oeste. A medida que se acercaba el Pacífico, aumentaban los precios de los comestibles. No había con qué transportarlos. Hambrientos buscadores de la felicidad asaltaban los ultramarinos. Una libra de jamón llegó a costar cien dólares. En San Francisco, la gente moría en las calles. Muchos se volvían locos a causa del hambre, de la sed, del insoportable calor.

En las grandes estaciones veíanse en las vías los cadáveres de la gente muerta en los asaltos a los trenes. Por las carreteras, los caminos vecinales, los montes y las llanuras iban, de regreso al este, pequeños grupos de afortunados que llevaban a cuestas sacos con lingotes de oro. A los rezagados los mataban los vecinos de los lugarejos y los bandidos.

Empezó la caza de los “afortunados”, que eran atacados incluso con aviones.

El gobierno adoptó, por fin, medidas extraordinarias. El Congreso aprobó una ley de movilización general de los ciudadanos de diecisiete a cuarenta y cinco años; los desertores serían juzgados por un consejo de guerra. En las barriadas pobres de Nueva York se fusiló a unos centenares de personas. Patrullas de soldados armados aparecieron en las estaciones. Detenían a la gente, la sacaban de los vagones, disparaban contra ella y al aire. Pero los trenes partían abarrotados. Los ferrocarriles, pertenecientes a compañías privadas, estimaban más ventajoso no hacer caso de las disposiciones del gobierno.

Llegaron a San Francisco cinco barcos más fletados por Garin, y en medio del puerto, a la vista de todos, ancló el bello “Arizona”, el “terror de los mares”. Los barcos descargaron el oro protegidos por sus dos hiperboloides.

En tal situación llegó el día de la apertura de la conferencia de Washington. Un mes atrás, América poseía la mitad de todo el oro del globo terrestre. Aquel día, se dijera lo que se dijese, el valor de las reservas de oro de América era doscientas cincuenta veces inferior. Con dificultades, con monstruosas pérdidas, vertiendo mucha sangre, aún se podría salir de aquello, pero ¿y si al loco de Garin. al bandido aquel, se le ocurría vender el oro a dólar o a diez centavos el kilogramo? Los viejos senadores y los miembros del Congreso iban y venían por los pasillos con ojos empalidecidos de espanto. Los reyes de la industria y las finanzas se encogían de hombros impotentes:

“Esto es una catástrofe mundial, peor que el choque con un cometa”.

“¿Quién es el ingeniero Garin? —preguntaban—. ¿Qué es lo que quiere? ¿Arruinar al país? Eso es necio, incomprensible… ¿Qué busca? ¿Desea ser dictador? No tenemos nada en contra, ya que es el hombre más rico del mundo. A decir verdad, este régimen democrático también a nosotros nos tiene más hartos que la margarina… En el país reinan el desorden, el bandidaje, la anarquía, la insensatez… ¡Vive dios que vale más que nos gobierne un dictador, un jefe con mano de hierro!”.

Cuando se supo que Garin asistiría a la conferencia, afluyó al salón tanto público, que la gente colgaba de las columnas y los apoyos de las ventanas. Apareció la presidencia. Tomó asiento. Todos guardaban silencio. Esperaban. Por fin, el presidente abrió la boca, y todos los que estaban en la sala volvieron la cabeza hacia una alta puerta blanca con molduras de oro. La puerta se abrió. Entró un hombre bajo, muy pálido, de negra y puntiaguda barbita y ojos negros con oscuras sombras. Vestía una chaqueta gris corriente, lazo rojo y botas marrón, de suela muy gruesa; en la mano izquierda sostenía unos guantes nuevecitos.

El hombre aquel se detuvo y aspiró profundamente por la nariz. Saludó a los presentes inclinando apenas la cabeza y, ágil, subió a la tribuna. Se irguió. Su barbita apuntó al público. Apartó al borde de la tribuna la botella con agua, (En toda la sala se oyó el glu-glu del agua, tal era el silencio.) Con voz alta y feroz acento, dijo:

—Caballeros… Soy Garin… Yo he traído al mundo oro…

La sala se venía abajo de los aplausos. Todos se levantaron como un solo hombre y gritaron a una voz:

—¡Viva mister Garin…! ¡Viva el dictador…!

Una muchedumbre de millones de personas rugía en la calle pataleando al compás.

—¡Lingotes…! ¡Lingotes…! ¡Lingotes…!

Загрузка...