El “Arizona” puso rumbo a la Isla de Oro. Garin había resuelto descargar un golpe sobre el corazón mismo de la insurrección y hacerse con el gran hiperboloide y con la mina.
Cortaron los mástiles del yate y camuflaron con tablas y lonas las dos torres de los hiperboloides, para cambiar la silueta del barco y acercarse a la Isla de Oro sin ser descubiertos.
Garin estaba seguro de sí mismo y muy animoso y alegre: había recobrado su buen humor.
A la mañana del siguiente día, el segundo, que mandaba el barco después de la muerte de Jansen, señaló, alarmado, unas esponjosas nubes, que se elevaban rápidamente en la parte oriental del océano y cubrían el cielo a la enorme altura de diez mil metros. Se avecinaba una tempestad, quizás un huracán, un tifón.
Garin, absorto en sus pensamientos, envió al capitán a paseo.
—¡Valiente mierda! Aumente la velocidad…
Preocupado, el capitán observaba desde el puente de mando el cielo, que se encapotaba a ojos vistas. Ordenó cerrar las escotillas y sujetar mejor las lanchas y todo lo que pudiera ser barrido por las olas.
El océano se ensombrecía. El viento arreciaba violento y anunciaba con siniestro silbido a los hombres de mar la proximidad del huracán. Las altas y esponjosas nubes que lo anunciaran cedieron lugar a unos bajos y arremolinados nubarrones. El viento alborotaba más y más el océano, rizando siniestro las altas olas.
Por último, desde oriente se arrastró, baja, una nube negra como una piel de cordero y densa como el plomo. Las ráfagas del viento cobraron una terrible violencia. Las olas invadían la cubierta. Y las crestas de las frías y grises olas ya no se rizaban: el viento les arrancaba masas de agua y formaba una tupida niebla con el líquido polvo de las salpicaduras…
El capitán dijo a Zoya y a Garin:
—Vayan abajo. Dentro de un cuarto de hora entraremos en el centro del tifón. Los motores no podrán hacer nada.
El huracán embatió el “Arizona” con toda su furia. El yate, cabeceando terriblemente, bandeando tanto que a veces sólo la quilla quedaba sumergida, ya no obedecía ni al timón ni a las hélices y a una velocidad loca se acercaba, por espiras cada vez más reducidas, al centro mismo del tifón, a lo que los marinos llamaban “ventana”.
La “ventana” alcanza a veces un diámetro de cinco kilómetros y es el centro en torno al cual gira el tifón; vientos de una fuerza espantosa giran en todas direcciones en torno al centro, equilibrando sus fuerzas en la periferia del mismo.
Hacia allí, hacia la “ventana” arrastraba el torbellino al miserable casaron que era en aquellos momentos el “Arizona”.
Negros nubarrones rozaban la cubierta. Todo quedó oscuro como si fuera de noche. El casco del buque crujía. Para no caer, la gente se aferraba a todo lo que tenía cerca. El capitán hizo que lo ataran a la barandilla del puente de mando.
El “Arizona” se vio levantado a la cresta de una montaña de agua y, venciéndose sobre un lado, se precipitó a la sima. De pronto, apareció un sol cegador y el viento amainó repentinamente las olas, verdes, trasparentes y brillantes como si fueran de cristal líquido, hacían chocar sus moles, de la altura de una casa de diez pisos, con ensordecedor estruendo, como si Neptuno, el dios de las aguas, se hubiera vuelto loco y estuviera batiendo palmas…
Aquello era la “ventana”, el lugar más peligroso del tifón. Allí, las corrientes de aire se elevaban verticalmente, levantando el vapor de agua a decenas de kilómetros y esparciéndolo en finas capas de esponjosas nubes, que anunciaban desde lo alto la presencia del tifón…
Las olas barrieron del “Arizona” todo lo que había en cubierta: las lanchas, las dos torres con los hiperboloides, la chimenea y el puente de mando, junto con el capitán…
La “ventana”, rodeada de oscuridad y de huracanados vientos, corría por el océano, arrastrando en su vorágine el “Arizona”.
Los motores se quemaron, el timón fue arrancado.
—¡No puedo más! —gimió Zoya.
—Esto alguna vez terminará… ¡Oh, diablo! —dijo con voz ronca Garin.
Los dos estaban molidos de los golpes que se habían dado contra las paredes y los muebles. Garin se había lastimado la frente, y Zoya yacía sobre el piso del camarote, aferrada con ambas manos a la pata de una cama sujeta con tornillos. Por el suelo se arrastraban de un lado para otro, con ellos dos, maletas, libros caídos del armario, cojines de los divanes, chalecos salvavidas, naranjas y tiestos.
—Garin, no puedo más, tírame al mar…
Un golpe terrible obligó a Zoya a soltarse de la cama y la hizo rodar por el camarote. Garin dio una voltereta por encima de ella y se golpeó en la puerta.
Un terrible crujido. El estruendo de las olas al abatirse. Un alarido. El camarote quedó deshecho. Una poderosa corriente de agua arrastró a Garin y Zoya y los lanzó al bullente abismo del agua verde y fría…
Cuando Garin abrió los ojos vio a unos diez centímetros de su nariz a un pequeño cangrejo ermitaño medio oculto en una nacarada concha. El cangrejo lo miraba con los ojos muy abiertos, moviendo asombrado sus bigotes. Garin se dijo, comprendiendo apenas lo que había ocurrido: “Sí, estoy vivo…” Pero durante largo rato no se pudo levantar. Yacía en la arena, sobre un costado. Se había herido el brazo derecho. Con el rostro crispado por el dolor, hizo un esfuerzo y se sentó.
Cerca, inclinado su fino tronco, se alzaba una palmera, cuyas hojas acariciaba la fresca brisa… Garin se levantó y echó a andar con paso vacilante. En torno, donde quiera que mirase, corrían hacia la orilla y rompían en ella bulliciosas olas verdiazules, saturadas de luz solar… Unas decenas de palmeras extendían al viento sus hojas anchas como abanicos. Sobre la arena veíanse, dispersos, pedazos de madera, cajones, trapos, cuerdas… Aquello era todo lo que quedaba del “Arizona”, que se había estrellado, con toda su tripulación, contra los escollos de aquel islote de corales.
Garin se dirigió renqueando hacia el interior de la isla, donde, en los lugares más altos, crecían pequeños arbustos y lozana hierba. Allí se encontraba Zoya, tendida de espaldas, con los brazos en cruz. Garin se sentó a su lado, temeroso de tocar su cuerpo, por si percibía el frío de la muerte. Pero Zoya estaba viva: sus párpados temblaron y sus resecos labios se entreabrieron.
En la isla había un pequeño lago de agua de lluvia, un poco amarga, pero potable. En los bancos cercanos a la orilla había conchas, chinas, pólipos y camarones, todo lo que en tiempos constituía alimento al hombre primitivo. Las hojas de las palmeras podían servir de vestido y proteger contra el rigor del sol del mediodía.
Aquellas dos personas desnudas, arrojadas por el mar a una tierra desnuda también, podían vivir allí… Y empezaron a vivir en aquel islote perdido en el desierto Pacífico. Ni siquiera podían abrigar la esperanza de que pasara cerca un barco, los viera y los tomara a bordo.
Garin recogía conchas o, valiéndose de su camisa, pescaba en el lago. Zoya encontró en uno de los cajones arrojados allí por el mar cincuenta ejemplares de la lujosa edición de los proyectos de los palacios y pabellones de recreo que pensaba construir en la Isla de Oro. También figuraban allí el código de leyes y la etiqueta de la corte de madame Lamolle, la soberana del mundo…
A la sombra de una choza de hojas de palmera, Zoya se pasaba el día mirando el libro aquel, fruto de su desbocada fantasía. Los cuarenta y nueve ejemplares restantes, con tapas de tafilete y oro, los utilizó Garin para hacer una cerca que los protegiese del viento.
Garin y Zoya no hablaban. ¿Para qué? ¿De qué podían hablar? Habían sido toda su vida lobos solitarios y, por fin, se veían en la más absoluta soledad.
Perdieron la cuenta de los días y dejaron de registrar la marcha del tiempo. Cuando se desencadenaba una tormenta sobre la isla, el pequeño lago se llenaba de agua fresca. A veces, durante meses enteros, un sol abrasador quemaba implacable desde el límpido cielo. Y entonces, bebían agua putrefacta…
Es muy posible que Zoya y Garin continúen hoy día recogiendo moluscos en aquel islote y que, cuando se harten, Zoya se ponga a hojear el libro con los maravillosos proyectos de los palacios en los que, entre columnatas de mármol y flores, se alza su bella estatua de mármol. Garin, tendido de bruces, la nariz en la arena, cubierto con los restos de su chaqueta, acaso ronque, viendo en sueños las mas emocionantes aventuras.