Los nubarrones se hundieron en el nordeste. El océano, azul, infinito, acariciaba la vista. Las blancas crestas de las olas brillaban como si fuesen de cristal. Los delfines, lustrosos y juguetones, corrían en pos de la estela del yate, alcanzándose unos a otros y dando volteretas en el agua. Gritaban con guturales voces grandes gaviotas, planeando sobre las velas. En la lejanía del océano aparecieron los contornos, azulillos como un espejismo, de una rocosa isla.
El vigía gritó: “¡Tierra!”. La gente que se encontraba en cubierta se estremeció. En aquella tierra le esperaba un porvenir ignoto. Parecía la isla una larga nube que yaciera en el horizonte. Las velas, infladas por el viento, llevaban hacia allí al “Arizona”.
Los marinos fregaban la cubierta, chapoteando en el agua con sus descalzos pies. El sol lucía deslumbrante, esparcidos sus dorados cabellos en los inmensos espacios, del cielo y del mar. Garin, pellizcándose la barba, trataba de ver a través del velo del futuro, qué envolvía la isla. ¡Oh, si pudiera saber…!