Los sucesos de la Isla de Oro comenzaron el veintitrés de junio por la tarde. Durante todo el día estuvo alborotado el océano. Negros nubarrones se arrastraban desde el sudoeste. Zig-zags de fuego resquebrajaban ruidosos el firmamento. El líquido polvo de las salpicaduras se esparcía, como niebla, por toda la isla.
Al atardecer se alejaron los nubarrones, los relámpagos fulguraban lejos, en el mismo horizonte, pero el viento no amainaba y seguía doblando hacia el suelo los árboles, combando los altos postes de los faroles, rompiendo las alambradas, llevándose, como si fueran lonas, los tejados de las barracas y silbando por doquier con tan satánica furia que no había un alma viva que no se hubiera ocultado en las casas. En los atracaderos del puerto crujían los buques, y algunas barcas, rotas las amarras se perdieron en el océano. El “Arizona” se encontraba solo en la pequeña bahía frente al palacio y saltaba en las aguas como el flotador de una caña de pescar.
La población de la isla había disminuido considerablemente en los últimos tiempos. Se habían suspendido los trabajos en la mina. Las grandiosas obras de madame Lamolle no habían comenzado todavía. De los seis mil obreros, quedaban allí unos quinientos. Los demás habían abandonado la isla, cargados de oro. Estaban vacías las barracas de la colonia obrera. El Luna-Park y las casas de trato los habían derribado, y estaban nivelando el terreno para las futuras obras.
La guardia real ya nada tenía que hacer en aquel pacífico pedazo de tierra. Los Blanqui-amarillos ya no iban y venían como perros de presa, por las rocas y a lo largo de las alambradas, haciendo chasquear los cerrojos de sus fusiles de un modo nada ambiguo. Empezaron a emborracharse a diario. Añoraban las grandes ciudades, los restaurantes de lujo, las mujeres de vida alegre. Pedían permiso y amenazaban con sublevarse. Pero Garin había ordenado categóricamente que no se dieran ni permisos ni licencias. El gran hiperboloide estaba permanentemente enfilado hacia el cuartel de la guardia real.
En el cuartel se jugaba día y noche a las cartas. Se pagaban con vales, pues el oro, amontonado por allí cerca en pilas, los tenía a todos más que hartos. Se jugaban sus amantes, las armas, pipas ya curadas, botellas de coñac añejo y bofetadas. Al atardecer, todos en el cuartel estaban como cubas. El general Subbotin se veía y se deseaba, no ya para mantener la disciplina, sino para hacer que guardasen, por lo menos, las apariencias.
—Es una vergüenza, señores oficiales —berreaba todas las tardes el general Subbotin en el refectorio de los oficiales—, se han abandonado ustedes por completo, el suelo está lleno de gargajos, y el aire es aquí el de un burdel. Andan ustedes en calzoncillos, se han jugado los pantalones… Me apena tener la desgracia de mandar a semejante hato de granujas.
Todas las medidas que se tomaban eran vanas. Sin embargo, jamás se había observado una melopea tan espantosa como la del veintitrés de junio, el día de la tormenta. Los aullidos del viento infundieron a los oficiales un tedio espantoso y trajeron a su mente lejanos recuerdos; se dejaron sentir las viejas heridas. Las salpicaduras de las olas batían las ventanas, como gotas de lluvia. La artillería celeste hacía un fuego huracanado. Temblaban las paredes, trepidaban los vasos en las largas mesas. Los oficiales, acodados en ellas, apoyaban en las manos sus bizarras cabezas, despeluzadas, sucias, y entonaban una canción que solía cantar el enemigo, los rojos: “Manzanita, adonde has ido a rodar…” La canción aquella, que había llegado a la isla perdida en el océano desde una vida infinitamente lejana, parecía oler a la tierra madre. Beodos, los oficiales mecían sus cabezas y lloraban. El general Subbotin se quedó ronco llamándolos al orden; por último, los envió a todos al cuerno y agarró él mismo una curda fenomenal.
El servicio de reconocimiento del Comité revolucionario (en la persona de Iván Gúsiev) informó de la difícil situación en que se encontraba el enemigo, concentrado en el cuartel. Poco después de las seis, Shelgá, con cinco corpulentos mineros, se acercó al calabozo (se encontraba ante el cuartel) y se puso a cambiar improperios con dos centinelas, bebidos también, que montaban guardia junto a las pirámides de fusiles. Entusiasmados con los enérgicos ternos rusos, los centinelas perdieron todo espíritu de vigilancia y, de pronto, se vieron en el suelo, sin armas y maniatados. Shelgá se hizo con cien fusiles. Inmediatamente los distribuyó entre los obreros, que se acercaron corriendo de poste a poste, ocultándose tras los árboles y matojos y arrastrándose por los charcos.
Cien hombres irrumpieron en el cuartel. El revuelo fue de los grandes. Los oficiales hicieron frente a los obreros lanzándoles botellas y taburetes, retrocedieron, cerraron filas y dispararon sus revólveres. Se combatía en escaleras, pasillos y dormitorios. Borrachos y serenos luchaban a brazo partido. De las ventanas con los cristales rotos salían salvajes alaridos. Los atacantes eran pocos —uno contra cinco—, pero con sus callosas manazas zurraban de lo lindo a los señoritos Blanqui-amarillos. Acudieron refuerzos. Los oficiales saltaban por las ventanas. En varios lugares brotaron llamas; una nube de humo envolvió el cuartel.
Jansen corría por las desiertas y oscuras habitaciones del palacio. La resaca se abatía con ruidoso hervor sobre la terraza. Silbaba el viento, sacudiendo los marcos de las ventanas. Jansen llamaba a voces a madame Lamolle y, todo angustiado, aguzaba el oído, esperando oír su voz.
Bajó a las habitaciones de Garin, saltando los peldaños de cuatro en cuatro. Allí se oían disparos y gritos. Asomó al jardín interior. Estaba vacío, allí no había un alma. En el lado opuesto, alguien trataba de derribar, desde afuera, la puerta bajo el arco tapizado de hiedra. ¿Cómo había podido dormir tan profundamente? Lo despertó una bala que hizo añicos el cristal de su ventana. ¿Habría huido madame Lamolle? ¿Y si la habían matado?
Jansen abrió al azar una puerta. Entró. Cinco globos de azulenco cristal iluminaban mesas abarrotadas de extraños artefactos, bancos de mármol con aparatos de medición, barnizados cajoncillos y armaritos con lámparas catódicas y cables eléctricos y una escribanía atestada de diseños. Era aquello el gabinete de Garin. Sobre la alfombra vio Jansen un estrujado pañuelito. Lo levantó y percibió la fragancia de la esencia con que se perfumaba madame Lamolle. Entonces recordó que un pasadizo subterráneo llevaba del gabinete al ascensor del gran hiperboloide y que allí debía de haber una puerta secreta. ¡Claro, madame Lamolle habría corrido a la torre al sonar los primeros disparos! ¡Cómo no se le había ocurrido antes!
Jansen miró en torno, buscando la puerta secreta. Pero de súbito oyó tras la pared un estrépito de cristales rotos, pisadas y acuciantes voces. ¡Habían irrumpido en el palacio! ¿Por qué remolonearía madame Lamolle? Jansen se llegó de un salto a la puerta tallada de dos hojas y la cerró con llave. Empuñó el revólver. Todo el palacio parecía lleno de pasos, voces y gritos.
—¡Jansen!
Ante él se encontraba madame Lamolle. Sus labios, lívidos, se movieron, pero el capitán no oyó lo que decían. La miró, jadeando pesadamente.
—¡Estamos perdidos, Jansen, estamos perdidos! —exclamó ella.
Llevaba un vestido negro. Apretaba contra el pedio sus finas manos. Sus ojos, inquietos, llenos de zozobra, parecían un alborotado lago de azules aguas. Dijo:
—El ascensor del gran hiperboloide no funciona; alguien lo ha subido. Por la torre anda alguien. Han trepado por las vigas. Estoy segura de que ha sido cosa de Gúsiev, del chiquillo ese…
Haciendo crujir sus dedos, Zoya miró hacia la puerta tallada. Sus cejas se fruncieron. Un numeroso grupo de hombres pasó en loca carrera ante la puerta. Sonó un salvaje alarido. Se oyeron un ruido de lucha y precipitados disparos. Madame Lamolle se sentó impetuosa a la mesa y conectó el interruptor: zumbó suave la dínamo y se encendieron con lilácea luz las periformes lámparas. Tecleó la llave, enviando señales al espacio.
—¡Garin, estamos perdidos… Garin, estarnos perdidos…! —dijo Zoya, inclinándose hacia la red metálica del micrófono.
Al instante crujió la puerta tallada, golpeada por puños y pies.
—¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta! —gritaron unas voces.
Madame Lamolle agarró a Jansen del brazo, tiró de él hacia la pared y apretó con el pie una de las molduras, junto al piso mismo. Un zócalo revestido de estofa se hundió entre dos columnas sin hacer ningún ruido. Madame Lamolle y Jansen se deslizaron por la puerta secreta al pasadizo subterráneo. Después, el zócalo volvió a su sitio.
Después de la tormenta, las estrellas titilaban y lucían con vivo fulgor sobre el agitado océano. El viento soplaba a ráfagas. La resaca se alzaba muy alto. Rodaban con estrépito las piedras. Al bramar del océano se mezclaban los restallidos de los disparos. Madame Lamolle y Jansen corrían, ocultándose tras los arbustos y las rocas, hacia la bahía de la parte norte, donde siempre tenían presta una motora. A la derecha se levantaba, como un negro acantilado, la mole del palacio; a la izquierda corrían las olas, con sus luminiscentes crestas de espuma, y a lo lejos danzaban los fanales del “Arizona”. Detrás se perfilaba la silueta de encaje de la torre del gran hiperboloide, que se perdía en el cielo. En lo alto de la torre se veía luz.
—Mire —dijo madame Lamolle volviendo la cabeza y señalando con la mano sin dejar de correr—, allí hay luz. ¡Eso es la muerte!
Madame Lamolle descendió por un abrupto terraplén a la bahía, inaccesible a las olas. Allí, al pie de la escalera que llevaba a la terraza del palacio, se mecía la motora junto a un pequeño atracadero. Madame Lamolle saltó a la embarcación, corrió a popa y, con manos temblorosas, puso el motor en marcha.
—¡Vivo, Jansen, vivo!
La lancha estaba amarrada con cadena. Metiendo el cañón del revólver en la argolla, Jansen se esforzaba por hacer saltar el candado. Arriba se abrió con gran estruendo la puerta de la terraza y aparecieron allí unos hombres armados. Jansen arrojó el revólver y se aferró con ambas manos al extremo de la cadena. Sus músculos crujieron, se le hinchó el cuello, y los corchetes de la guerrera le saltaron. El motor empezó de pronto a traquetear. La gente que había salido a la terraza echó a correr escaleras abajo, blandiendo sus armas y gritando: “¡Alto; alto!”
Haciendo un supremo esfuerzo, Jansen arrancó la cadena, empujó con violencia la motora y, a cuatro pies, se precipitó hacia el timón.
Describiendo un cerrado arco, la motora voló hacia la estrecha boca de la bahía. Unos fogonazos fulguraron en pos de los fugitivos.
—¡Echar la escala, diablos en salmuera! —gritó Jansen desde la motora, que danzaba junto a la banda del “Arizona”—. ¿Dónde está el segundo, durmiendo? ¡Lo voy a ahorcar!
—¡Aquí estoy, aquí estoy, capitán! ¡A sus órdenes, capitán!
—¡Cortar las amarras! ¡Poner en marcha las máquinas! ¡A todo gas! ¡Apagar las luces!
—¡A sus órdenes, capitán!
Madame Lamolle subió la primera. Asomándose por encima de la borda, vio que Jansen quería levantarse y caía de costado, aferrándose, convulsivo, a la maroma que les habían tendido. Una ola lo cubrió, junto con la lancha, y de nuevo apareció su rostro, crispado de dolor, escupiendo el agua salada.
—¿Qué le pasa, Jansen?
—Estoy herido.
Cuatro marineros saltaron a la canoa, cogieron a Jansen y lo subieron a bordo. Ya en cubierta, el capitán se desplomó, llevándose la mano a un costado: le había dado un desmayo. Lo llevaron a su camarote.
El “Arizona” se alejaba de la isla a toda velocidad, cortando las olas y precipitándose en las simas que entre ellas se abrían. Mandaba el yate el segundo. Madame Lamolle se encontraba con él en el puente de mando, aferrada a la barandilla. El vestido, pegado a su cuerpo, le chorreaba agua. Madame Lamolle contemplaba el resplandor del incendio, cada vez más vivo (ardían los cuarteles). Un humo negro, veteado de espirales de fuego, envolvía la isla. De pronto, madame Lamolle pareció advertir algo alarmante, pues agarró de la manga al segundo y le ordenó:
—Rumbo sudoeste…
—Podemos tropezar en los escollos, madame.
—Haga lo que le mandan… Navegue dejando la isla a babor.
Madame Lamolle subió a la torreta del hiperboloide. Una furiosa ola, barriendo la cubierta de proa a popa, cubrió a madame Lamolle y la derribó. Un marinero la levantó al instante. Mojada, enfurecida, se soltó de un tirón y subió a la torreta.
En la isla, muy alto, sobre el humo del incendio, lucía una cegadora estrella: era el gran hiperboloide, que buscaba al “Arizona”.
Madame Lamolle resolvió luchar, pues por más nudos que hiciera el yate no lograría ponerse fuera del alcance del rayo, que llegaba, desde la torre, a muchas millas de distancia. Al principio, el rayo se agitó entre las estrellas, por el horizonte, describiendo en unos segundos una circunferencia de 400 kilómetros. En aquel instante, el rayo tanteaba la parte oeste del océano y corría por las crestas de las olas, dejando en pos densas nubes de vapor.
El “Arizona” navegaba, desarrollando su máxima velocidad, a unas siete millas de la isla. Se ocultaba hasta las puntas de los palos en las bullentes aguas, subía luego, como una cáscara de nuez, a la cresta de las olas, y, entonces, madame Lamolle, desde la torre de popa, proyectaba el rayo sobre la isla. En algunos lugares llameaban ya las casas de madera. Haces de chispas volaban muy alto, como si alguien atizara el fuego con un gigantesco fuelle. El resplandor del incendio se reflejaba en el negro y alborotado océano. El “Arizona” fue levantado por una ola, desde la isla vieron su silueta, y una aguja de una blancura deslumbrante danzó en torno suyo de arriba a abajo, describiendo zig-zags cada vez más cerca de la popa o de la proa.
Parecíale a Zoya que aquella cegadora estrella la hería en los ojos, y ella misma parecía querer clavar el cañón del aparato en la viva luz de la lejana torre. Las hélices del yate zumbaban frenéticas, la popa quedaba toda al descubierto, y el buque parecía dispuesto a hundirse en el océano, deslizándose por las olas. En aquel instante, el rayo, tanteando el blanco, se levantó, temblequeó en lo alto, como si afinara la puntería, y luego, ya sin titubeos, bajó poco a poco hacia la silueta del yate. Zoya cerró los ojos. Sin duda, a todos los marineros testigos del duelo se les cortó la respiración.
Cuando Zoya abrió los ojos, vio una pared de agua, el abismo al que se había deslizado el “Arizona”. “Esto aún no es la muerte”, se dijo. Quitó las manos del aparato, y los brazos le pendieron, rendidos, a lo largo del cuerpo.
Cuando las olas volvieron a levantar el yate, comprendieron por qué habían escapado de la muerte. Enormes nubes de humo tapaban la isla y la torre: por lo visto, habían estallado los depósitos de gasolina. A favor de aquella columna de humo, el “Arizona” podía alejarse tranquilamente.
Zoya no sabía si había logrado destruir el gran hiperboloide o si era que el humo no dejaba ver la estrella. Pero ¿qué más daba…? Bajó con gran esfuerzo de la torre. Agarrándose a las cuerdas, llegó al camarote, donde, tras las azules cortinas, se oía la alterada respiración de Jansen. Se dejó caer en un sillón y encendió un cigarrillo.
El “Arizona” se alejaba rumbo noroeste. El viento había amainado, pero el océano seguía intranquilo. El yate lanzó varias llamadas, a fin de comunicar con Garin, y centenares de miles de receptores dejaron oír en el mundo entero la voz de Zoya, que decía: “¿Qué debemos hacer? ¿A dónde debemos ir? Nos encontramos a tantos grados de latitud y tantos de longitud. Esperamos órdenes”.
Al captar el mensaje, los barcos que cruzaban el océano se apresuraban a alejarse del terrible lugar en que de nuevo había hecho su aparición el “Arizona”, “terror de los mares”.