70

Todo el resto del día, Wolf y Jlínov lo pasaron en K. Deambulaban por las calles y charlaban con los vecinos, haciéndose pasar por turistas. Cuando la ciudad enmudeció, Wolf y Jlínov se dirigieron a las montañas. A eso de la media noche subían ya, por la ladera, hacia el jardín de la villa de Stufer. Habían resuelto, si la policía fijaba su atención en ellos, presentarse como dos turistas que se habían perdido. Si los detenían, ningún peligro les amenazaba, pues toda la ciudad confirmaría su historia. A los cuarenta minutos escasos de haber disparado entre los arbustos y de ver con toda claridad que del cráneo de Garin saltaban unas esquirlas, Wolf y Jlínov se encontraban ya en la ciudad.

Saltaron la baja cerca, rodearon cautelosos el claro que se extendía tras los arbustos y salieron frente a la casa de Stufer. Se detuvieron y cambiaron una mirada, sin comprender lo que ocurría. En el jardín y en la casa reinaban la tranquilidad y el silencio más absolutos. En algunas de las ventanas se veía luz. La gran puerta que daba al jardín estaba abierta. Una suave luz se derramaba en los peldaños de piedra y sobre los enanos de cerámica, medio ocultos en la espesa hierba. En el último peldaño de la terracilla había sentado un gordinflón, tocando quedamente la flauta. A su lado veíase una damajuana. Era el hombre que por la mañana apareciera inopinadamente en el sendero cercano a la emisora y, al oír el disparo, diera la vuelta para huir, con vacilante trotecillo perruno, en dirección a la casa. El hombre reposaba plácidamente, como si nada hubiese ocurrido.

—Vamos —dijo muy bajo Jlínov—. Hay que enterarse.

Wolf gruñó:

—No puede ser que haya fallado el tiro.

Se acercaron a la terracilla. A mitad de camino, Jlínov dijo en voz no muy alta:

—Perdone la molestia… ¿No hay perros aquí?

Stufer bajó la flauta, volvió la cabeza y estiró el cuello, mirando con fijeza las dos vagas figuras.

—Cómo no voy a tenerlos —articuló lentamente—, los tengo, y muy furiosos.

Jlínov le explicó:

—Queríamos ver las ruinas del “Esqueleto encadenado” y nos hemos perdido… Permítanos descansar aquí.

Stufer, por toda respuesta, emitió un mugido inarticulado. Wolf y Jlínov hicieron una leve reverencia y se sentaron en los peldaños inferiores, ambos en guardia, todos los nervios en tensión. Stufer los miraba desde arriba.

—Cuando yo era rico —dijo el fabricante—, por la noche dejábamos sueltos en el jardín perros de presa. No me gustaban ni los sinvergüenzas ni los visitantes nocturnos. (Jlínov, rápido, oprimió el brazo a Wolf, como diciéndole: cállese). Los americanos me han arruinado, y mi jardín es hoy un camino que utilizan los ociosos, aunque en todas partes hay tablillas advirtiendo que se les impondrá una multa de mil marcos. Pero Alemania ha dejado de ser un país en el que se respeten las leyes y la propiedad. Al hombre que alquiló la villa le dije: cerque el jardín con alambre espinoso y ponga un guarda. No me hizo caso, y él mismo tiene la culpa de lo sucedido…

Wolf levantó una piedrecilla, la arrojó a la oscuridad y dijo:

—¿Ha ocurrido algo desagradable por causa de algún visitante nocturno?

—“Desagradable” es una palabra demasiado fuerte, lo que ha ocurrido es cómico. Ha sido esta mañana. En todo caso, mis intereses económicos no se han visto afectados, y yo pienso entregarme a mis entretenimientos.

El gordinflón se llevó la flauta a los labios y emitió algunos penetrantes sonidos.

—En fin de cuentas, ¿qué me importa a mí que viva en la villa o que esté de juerga en Colonia con alguna zorra? Me ha pagado hasta el último pfening… Nadie puede reprocharle nada. Pero ha resultado ser muy nervioso. Durante la guerra hubiera podido acostumbrarse a los disparos de revólver, ¡qué diablos! Hizo las maletas, y ¡abur…! En fin, ¡buen viaje!

—¿Se ha marchado del todo? —preguntó muy alto Jlínov.

Stufer se levantó, pero volvió a sentarse. A la luz que salía de la habitación pudo verse que una sonrisa dilataba su lustrosa mejilla. Su enorme tripa se estremeció.

—¡Así es! Me advirtió que dos caballeros preguntarían si se había marchado. ¡Se ha marchado, se ha marchado, señores míos! Si no lo creen, pasen y les mostraré sus habitaciones. Si son ustedes sus amigos, convénzanse, tengan la bondad… Están ustedes en su derecho, he cobrado por las habitaciones…

Stufer quiso levantarse, pero las piernas no lo sostenían. No hubo forma de sacarle nada de interés. Wolf y Jlínov regresaron a la ciudad. En todo el camino no cambiaron ni una palabra. Sólo al llegar al puente tendido sobre la negra agua, en la que se reflejaba un farol, Wolf se detuvo de pronto y exclamó, apretando los puños:

—¡Qué brujería es ésta! ¡Pero si yo he visto cómo saltaban esquirlas de su cráneo…!

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