—¿Qué busca usted aquí? —aulló Rolling, sin acertar con el bolsillo trasero del pantalón, donde llevaba la pistola. Por lo visto, el hombre achaparrado esperaba aquello, pues, de un salto, se ocultó tras el portier, asomando al punto la cabeza.
—Tranquilícese. No grite. No me dispongo ni a matarlo ni a robarle —dijo el hombre, levantando las manos—. He venido a tratar un asunto.
—¿De qué asunto podemos tratar aquí? Venga a verme al bulevar Malesherbes, 48 bis, de once a una… Ha entrado usted por la ventana, como un ladrón y un granuja.
—Perdone —respondió cortés el hombre—. Me llamo Gastón Leclerc. Tengo una medalla de guerra y el grado de sargento. No me dedico a pequeñeces y jamás he sido ladrón. Le aconsejo, mister Rolling, que me presente inmediatamente sus excusas, pues, de lo contrario, no podremos seguir conversando…
—¡Váyase al diablo! —dijo, algo más tranquilo, Rolling.
—Si voy adonde usted me envía, mademoiselle Monroz, a quien usted conoce, está perdida.
A Rolling le temblaron las mejillas. Inmediatamente se acerco a Gastón. Este, con un tono mezcla del respeto con que se habla a un multimillonario y de la familiaridad con que se trata al marido de una amante, le dijo.
—¿Me pide usted perdón, caballero?
—¿Sabe usted dónde se oculta mademoiselle Monroz?
—Dígame, caballero, antes de proseguir la conversación, ¿puedo considerar que me ha presentado usted sus excusas?
—Perdone —vociferó Rolling.
—Con mil amores —respondió Gastón, apartándose de la ventana, después de lo cual se atusó bizarramente el bigote, carraspeó y dijo—: Zoya Monroz se encuentra en manos del asesino del que habla hoy, a voz en grito, todo París.
—Dónde está Zoya? —preguntó Rolling, trémulos los labios.
—En Ville d'Avray, cerca del parque de Saint-Cloud, en un hotel para enamorados, a dos pasos del museo de Gambetta. Anoche los seguí en automóvil hasta Ville d'Avray y hoy he precisado la dirección.
—¿Ha huido con él de buen grado?
—Eso es lo que yo quisiera saber —respondió Gastón en tono tan siniestro, que Rolling lo miró asombrado.
—Perdone, monsieur Gastón, pero no acabo de comprender qué papel desempeña usted en esta historia. ¿Qué le importa mademoiselle Monroz? ¿Por qué la sigue usted por las noches y establece dónde se encuentra?
—¡Basta! —exclamó Gastón extendiendo la mano con noble gesto—. Le comprendo. Usted debía hacerme esa pregunta. Le respondo: estoy enamorado y soy celoso…
—¡Ah! —profirió Rolling.
—¿Quiere usted detalles? Ahí van, anoche, al salir del café, donde me había tomado un vaso de grog, vi a mademoiselle Monroz. Iba en un automóvil de alquiler. Su cara daba espanto. Montar en un taxi y lanzarme en pos de ella fue cosa de segundos. Se apeó en la calle de los Gobelinos y entró en la casa número 63. (Rolling pestañeó como si lo hubieran pinchado.) Loco de celos, me puse a pasear ante la casa número 63. A las cuatro y cuarto en punto, mademoiselle Monroz salió, pero no por la puerta principal, como yo esperaba, sino por la que da al parque adyacente a la casa número 63. La sostenía por los hombros un individuo de barbita negra, que vestía un abrigo de paño y sombrero gris. Lo demás ya lo sabe usted.
Rolling se dejó caer en una silla (de la época de las cruzadas) y guardó silencio largo rato, los dedos engarfiados en los brazos con tallas del mueble… Allí estaban los datos que él no conocía… El asesino era Garin, y Zoya, su cómplice… El plan de los criminales estaba bien claro. Habían asesinado al doble en la calle de los Gobelinos para mezclar a Rolling en aquel sucio asunto, hacerle víctima de un chantaje y sacarle dinero para la construcción de la máquina. Gastón, aquel honrado sargento y típico idiota, había descubierto el crimen casualmente. Todo parecía claro. Había que actuar decididamente, sin compasión.
Los ojos de Rolling se encendieron coléricos. El rey de la industria química dio un puntapié a la silla y dijo:
—Telefonearé a la policía. Usted me acompañará a Ville d'Avray.
Gastón sonrió, torciendo el bigote.
—Me parece, mister Rolling, que lo más prudente sería no mezclar a la bofia en el asunto. Nos las arreglaremos solitos.
—Quiero detener al asesino y a su cómplice para que los canallas comparezcan ante la justicia —dijo Rolling irguiéndose, con voz acerada.
Gastón hizo un gesto impreciso.
—Sí… Yo dispongo de seis buenos mozos de confianza, a los que nada puede arredrar… Dentro de una hora podría llevarlos en dos automóviles a Ville d'Avray… Con la policía, se lo aseguro, más vale no liarse…
Rolling soltó un resoplido por toda respuesta y levantó el auricular del teléfono, que descansaba en la repisa de la chimenea. Rápido, Gastón lo sujetó.
—¡No llame a la policía!
—¿Por qué?
—Porque esa sería la mayor de las estupideces… (Rolling de nuevo tendió la mano hacia el teléfono.) Es usted, mister Rolling, un hombre de rara inteligencia ¿cómo no comprende que hay cosas de las que no se puede hablar…? Le imploro que no llame usted… ¡Puf, diantre…! Se lo digo porque, después de su telefonazo, ambos iríamos a la guillotina…
Furioso, Rolling empujó a Gastón y le quitó el auricular. Leclerc miró vivamente en torno y deslizó al oído de Rolling:
—Por indicación suya, mademoiselle Zoya me encomendó expidiera al cielo, a gran velocidad, a un ingeniero ruso que vivía en la calle de los Gobelinos, número 63. El encargo fue cumplido anoche. Ahora hay que abonar diez mil francos, en concepto de adelanto, para mis pequeños. ¿Tiene usted el dinero aquí…?
Quince minutos después llegaba a la calle del Sena un coche de turismo con la capota levantada. Rolling montó presuroso. Mientras el coche daba la vuelta en la estrecha calle, Shelgá salió de la esquina se aferró a la trasera.
El coche rodaba por el malecón. En el campo de Marte, en el mismo lugar donde en otros tiempos Robespierre, con unas espigas en la mano, jurara ante el altar del Ser Supremo que obligaría a la humanidad a firmar un gran tratado colectivo de paz eterna y eterna justicia, se alzaba la torre Eiffel; dos millones y medio de bombillas eléctricas titilaban en sus encajas de acero, formaban rápidas flechas, trazaban dibujos y escribían sobre París durante toda la noche: “Compre usted los prácticos y baratos automóviles del señor Citroën…”