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El fino bote de caoba, elegante como un violín, apenas si se movía en el espejo del río. Las palas de los remos se deslizaban de plano sobre el agua. Shelgá y Tarashkin, con pantalones blancos, desnudos de cintura arriba, las espaldas y los hombros pelados por el sol, permanecían inmóviles, las rodillas levantadas.

El timonel, un muchacho de aspecto serio, que llevaba gorra de marino y una bufanda anudada al cuello, consultaba su cronómetro.

—Hoy tendremos tormenta —observó Shelgá.

En el río hacía calor, y en los opulentos bosques de la orilla no se movía ni una hoja. Los árboles parecían exageradamente estirados. El cielo estaba tan saturado de sol, que su luz azulenca y cristalina parecía precipitarse en montones de cristales. Los ojos dolían, las sienes martilleaban.

—¡Remos, al agua! —mandó el timonel.

Los remeros se inclinaron a una hacia sus abiertas rodillas y, hundiendo los remos en el agua, se inclinaron hacia atrás, casi se tendieron y, estirando las piernas, se desplazaron sobre sus asientos movibles.

—¡Uno, dos…!

Los remos se combaron y el bote, como si fuera una navaja de afeitar, cortó la superficie del río.

—¡Uno, dos, uno, dos, uno, dos! —mandaba el timonel. Acompasada y rápidamente, de acuerdo con los latidos del corazón, con la respiración, se doblaban sobre sus rodillas los cuerpos de los remeros para enderezarse luego como muelles de acero. Los músculos, en calurosa tensión, trabajaban acompasados, al mismo ritmo a que circulaba la sangre.

El bote volaba por delante de lanchas de paseo, en las que hombres con tirantes sobre las camisas movían torpemente los remos. Shelgá y Tarashkin miraban de frente, a la nariz del timonel. Los ocupantes de las lanchas gritaban al verlos pasar:

—¡Qué diablos…! ¡Cómo arrean!

Salieron al mar. Después, por un instante, quedaron inmóviles sobre el agua. Se enjugaron el sudor. ¡Uno, dos! Regresaron pasando por delante del Yate Club, donde en el cristalino y caliginoso aire pendían como muertas las enormes velas de los balandros de los sindicatos leningradenses. En la terraza del Yate Club tocaba una orquesta. Los coloridos indicadores y los banderines que se extendían a lo largo de la orilla guardaban una inmovilidad absoluta. Hombres de piel chocolate se lanzaban de las barcas a las aguas del río, levantando surtidores de espuma.

Deslizándose entre los bañistas, el bote llegó al Nievka, cruzó rápido por debajo del puente, casi rozó durante unos segundos el timón de un outrigger de cuatro remos perteneciente al club “Flecha”, lo adelantó luego (el timonel del bote gritó por encima del hombro: “¿Queréis que os remolquemos?”), entró en el Krestovka, río estrecho y de arboladas orillas, donde por la verde sombra de los argentados sauces se movían rápidos, los pañuelos rojos y las desnudas rodillas de los equipos de remo femeninos, y acabó deteniéndose junto al atracadero del club.

Shelgá y Tarashkin saltaron a las tablas, dejaron cuidadosamente en la empinada pasarela los largos remos, se inclinaron sobre el bote y, a una voz del timonel, lo sacaron del agua, lo levantaron en vilo y lo llevaron, por el ancho portón, al interior del tinglado. Después se ducharon. Se frotaron con las toallas basta que su piel adquirió un tinte rosado y, como era de rigor, se tomaron un té con limón. Después de ello les pareció que acababan de nacer en aquel mundo maravilloso que merecía se aplicase por fin todo esfuerzo para organizarlo lo mejor posible.

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