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En cuanto Garin —solo en su cabriolé— cruzó las calles del centro de la ciudad, se desvaneció en él toda duda: había escapado a tiempo. En las barriadas obreras y en los suburbios alborotaban nutridas muchedumbres, centenares de miles de personas… En algunos lugares ondeaban al viento banderas revolucionarias. La gente levantaba con premura en las calles barricadas, utilizando para ello autobuses volcados, muebles —los tiraban de las casas por las ventanas—, puertas, los postes de los faroles y verjas y rejas.

Garin tenía buen ojo y pudo ver que los obreros estaban bien armados. Camiones que rodaban lentos entre el gentío distribuían ametralladoras, granadas y fusiles… Indudablemente, aquello era obra de Shelgá.

Unas cuantas horas antes, Garin no hubiera vacilado en lanzar las tropas contra los insurrectos. Pero ahora apretaba nervioso el acelerador del coche, que volaba por las calles, en las que se oían maldiciones y gritos de “¡Abajo el dictador! ¡Abajo el consejo de los trescientos!

El hiperboloide se encontraba en manos de Shelgá. Los insurrectos lo sabían y lo comentaban a voces. Shelgá hacía la revolución con el arte del director de una orquesta sinfónica.

Los altavoces montados por disposición de Garin cuando puso a la venta el oro. hablaban ahora en contra de él, lanzando a los cuatro vientos la noticia de la insurrección general.

El doble de Garin, contrariamente a lo que éste supusiera, actuaba con decisión y no sin éxito. Sus tropas escogidas asaltaban las barricadas. La policía arrojaba desde los aviones bombas con gases. La caballería cargaba contra la gente en las calles. Brigadas especiales rompían las cerraduras e irrumpían en las casas de los obreros, aniquilando todo lo vivo.

Pero los insurrectos oponían una firme resistencia. En otras ciudades, en los grandes centros fabriles, pasaban decididamente a la ofensiva. Al mediodía, la insurrección se había extendido ya a todo el país…

Garin sacaba al coche toda velocidad que podían desarrollar sus dieciséis cilindros. Pasaba como un huracán por las calles de las ciudades de provincia, atropellando a cerdos, perros y gallinas. Antes de que los transeúntes pudieran volver la cabeza, con los ojos desorbitados, el enorme, negro y polvoriento coche del dictador, disminuyendo en la distancia, se ocultaba rugiente tras una curva…

Garin únicamente se detenía unos instantes para repostar gasolina o echar agua al radiador… Aquella carrera duró toda la noche.

Al llegar la mañana, el dictador continuaba todavía en el poder. La capital ardía, incendiada por las bombas de termita, y en las calles había unos cincuenta mil cadáveres sin recoger. “¡Caramba con el barón!” exclamó sonriendo torcidamente Garin, cuando en uno de los altos oyó por radio aquellas noticias…

A las cinco del día siguiente, un grupo de insurrectos hizo fuego contra su coche…

A las siete, cuando cruzaba una ciudad, vio banderas revolucionarias y gente que cantaba…

Voló toda otra noche en dirección oeste, hacia el Pacífico. Al amanecer, cuando repostaba gasolina, llegó a él, saliendo de la negra garganta de un altavoz, la conocida voz de Shelgá:

—Victoria, victoria… Camaradas, tengo en mis manos el hiperboloide, terrible arma de la revolución…

Rechinando los dientes, sin acabar de oír lo que Shelgá decía, Garin prosiguió su fuga. A las diez de la mañana vio a mi lado de la carretera un gran cartel que con letras descomunales anunciaba:

“Camaradas… El dictador ha sido apresado vivo. Sin embargo, ha resultado ser el doble de Garin, un pelele. Piotr Garin ha desaparecido. Huye en dirección oeste… Camaradas, poned de manifiesto vuestra vigilancia, detened el automóvil del dictador… (Seguían las señas del coche.) Garin no debe escapar a la justicia revolucionaria…”

Al mediodía, Garin descubrió que lo perseguía una motocicleta. No oyó disparo alguno, pero a unos diez centímetros de su cabeza apareció en el parabrisas el redondo orificio de un balazo. Sintió un escalofrío en la nuca. Dio todo el gas, bordeó un cerro y torció hacia unas boscosas montañas. Una hora más tarde entraba en un desfiladero. El motor empezaba a ratear y, por último, se calló. Garin se apeó rápido, torció el volante, empujó el coche a un precipicio y, desentumeciendo con dificultad las piernas, escaló la abrupta ladera en dirección a un pinar.

Desde arriba vio que tres motocicletas corrían raudas por la autopista. La última se detuvo. Un hombre armado, desnudo de cintura arriba, se apeó de la máquina y se asomó al precipicio, en cuyo fondo se veía, destrozado, el automóvil del dictador.

En el bosque, Garin se quitó toda la ropa, menos los pantalones y la camiseta, se rajó con una navaja los zapatos y, a pie, se dirigió a la próxima estación del ferrocarril.

Tres días más tarde llegaba a una solitaria granja en las cercanías de los Angeles, donde, en un hangar, tenía, siempre dispuesto para partir, su dirigible.

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