A la entrada del club náutico había un hombre de pronunciados pómulos, muy bien vestido, hurgando en el suelo con su bastón. El hombre levantó la cabeza y miró de modo tan extraño a Tarashkin y a Iván que el remero se puso en guardia y el chico se arrimó a él. Dijo el desconocido:
—Estoy esperándoles desde esta mañana. ¿Se llama el chico Iván Gúsiev?
—¿Y qué le importa a usted? —inquirió Tarashkin, soltando un bufido.
—Perdone, pero la educación nunca está de sobra, camarada. Me llamo Arturo Levi.
El hombre sacó una tarjeta de visita y la puso a Tarashkin ante las narices.
—Trabajo en la Embajada soviética en París. ¿Eso no le basta, camarada?
Tarashkin emitió un gruñido ininteligible. Arturo Levi sacó de su cartera la fotografía que Garin había quitado a Shelgá.
—¿Puede usted confirmar si esta foto ha sido sacada al chico?
Tarashkin tuvo que decir que sí. Iván quiso escapar, pero Arturo Levi lo sujetó con fuerza por el hombro.
—La fotografía me la ha entregado Shelgá. Se me ha confiado la misión secreta de llevar al chico a un determinado lugar. Si ofrecen resistencia, tendré que detenerlo. ¿Piensa usted acatar lo ordenado?
—Presente su credencial —dijo Tarashkin. Arturo Levi mostró su credencial, extendida en un papel con el membrete de la Embajada soviética en París y con todas las firmas y sellos de rigor. Tarashkin la examinó largo rato y, luego, lanzando un suspiro, la dobló en cuatro.
—En fin, ¿quién sabe?, parece que todo está en regla. Pero, ¿no podría ir otro en lugar suyo? El chico tiene que estudiar…
Arturo Levi sonrió, mostrando una fuerte dentadura:
—No tema. Conmigo, el chico no estará mal…