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Crepitaba la ramiza en el hogar, ahumado en el transcurso de dos siglos, con grandes y herrumbrosos ganchos para las salchichas y los perniles y con dos santos de piedra a los lados. En una de las imágenes colgaba el sombrero gris de Garin y en la otra una mugrienta gorra de oficial. Tras la mesa, iluminados tan sólo por el fuego de la chimenea, había cuatro hombres. Ante ellos veíase un botellón revestido de mimbre y unos vasos llenos de vino.

Dos de los hombres vestían como gente de la ciudad. Uno de ellos era pomuloso, fuerte, con corto y áspero pelo; el otro tenía una cara muy alargada y de expresión feroz. El tercero era el general Subbotin, dueño de la granja en cuya cocina se celebrada el conciliábulo. Vestía el general una sucia camisa de lienzo con las mangas subidas. La piel de su rasurada cabeza estaba en incesante movimiento, y el vino ponía purpúrea su gruesa cara de erizado bigote.

El cuarto, Garin, llevaba un traje de turismo. Pasando distraídamente el dedo por el borde del vaso, dijo:

—Todo eso está muy bien… Pero yo insisto en que a mi prisionero, aunque es bolchevique, no se le cause el menor daño. Denle de comer tres veces al día, con vino, verduras y fruta… Dentro de una semana me lo llevaré… ¿A que distancia se encuentra la frontera belga…?

—En coche, a tres cuartos de hora de aquí —respondió, inclinándose precipitadamente hacia la mesa, el hombre de la cara alargada.

—Todo quedará en secreto… Comprendo, señor general y señores oficiales (Garin sonrió irónico), que ustedes, como aristócratas, como personas fieles sin reservas a la memoria de nuestro mártir emperador, actúan hoy movidos por consideraciones superiores, puramente ideológicas… De no ser así, no hubiera recurrido a ustedes…

—Sí, de eso huelga hablar, aquí todos somos gente de sociedad —terció el general con su ronca voz, moviendo la piel de su cráneo.

—Las condiciones, repito, son las siguientes: por la pensión completa del prisionero les pagaré mil francos diarios. ¿De acuerdo?

El general volvió sus congestionados ojos hacia sus compañeros. El oficial de pómulos salientes mostró su blanca dentadura, y el de la cara larga bajó los ojos.

—¡Ah, me olvidaba! —dijo Garin—. Perdonen, señores, aquí tienen un adelanto…

El ingeniero sacó un puñado de billetes de mil francos del bolsillo en que llevaba el revólver y los dejó caer sobre la mesa, en un charco de vino.

—Tengan la bondad…

El general carraspeó, se acercó los billetes, los examinó, los limpió luego de vino, restregándolos contra su vientre, y se puso a contarlos, resoplante su nariz de velludas ventanas. Sus compañeros se acercaron a él, brillantes de codicia los ojos.

Garin se levantó y dijo:

—Traigan al prisionero.

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