Tyklinski hacía reverencias a cada instante, atusaba su caído bigote y miraba a Zoya con ojos de borrego degollado, al tiempo que comía con ansia refrenada. Rolling, muy sombrío, estalla sentado de espaldas a la ventana. Semiónov charlaba con su acostumbrado desparpajo. Zoya parecía tranquila, sonreía encantadora y, con la mirada, ordenaba al maître que tuviera siempre llenas las copas de los invitados. Cuando les hubieron escanciado el champagne, Zoya pidió a Tyklinski que empezara su relato.
El polaco se quitó la servilleta.
—Nosotros no regateamos esfuerzo para servir a mister Rolling. Nosotros pasamos la frontera rusa en las cercanías de Siestrorietsk.
—¿Nosotros? ¿A quién se refiere usted?
—A mi ayudante, por decirlo así, un ruso de Varsovia, oficial del ejército de Balajóvich, y a mí… Es un hombre muy cruel… ¡Maldito sea, como todos los rusos, voto al diablo! Más que ayudarme, me estorbó. Yo debía descubrir el lugar en que Garin llevaba a cabo sus experimentos. Fui a la casa destruida. La señora y el señor saben que ese bastardo me partió allí en dos con su maldita máquina. Allí, en el sótano, encontré una pletina de acero. Pani Zoya la recibió y pudo convencerse de mi celo. Garin había desaparecido. Yo no pegaba ojo ni de día ni de noche, deseoso de justificar la confianza que madame Zoya y mister Rolling habían depositado en mí. Pesqué una pulmonía en los pantanos de la isla Krestovski, pero logré mi propósito. Di con Garin. El 27 de abril por la noche mi ayudante y yo penetramos en su chalet, atamos a Garin a una cama metálica y efectuamos el más minucioso registro… Nada… Era como para volverse loco: no había allí ni rastro del aparato… Pero yo estaba seguro de que lo ocultaba en el chalet… Entonces, mi ayudante fue un poco brusco con Garin. Los señores sabrán comprender nuestro estado de ánimo… Yo no digo que obrásemos siguiendo indicaciones del señor Rolling… No; mi ayudante se dejó llevar de su carácter…
Rolling tenía la vista clavada en el plato. La fina y larga mano de Zoya descansaba sobre el mantel, sus dedos tamborileando rápidos, las pulidas uñas y los anillos con brillantes, esmeraldas y zafiros despidiendo un brillo cegador. Aquella preciosa mano inspiraba a Tyklinski.
—Los señores saben que al día siguiente me tropecé con Garin en la Oficina Central de Correos. ¡Virgen Santa! ¿quién no se asustaría al darse de manos a boca con un cadáver viviente? Además, los malditos milicianos se lanzaron en persecución mía. Fuimos víctimas de un engaño; ese perro de Garin nos endosó a otro en lugar suyo. Resolví registrar de nuevo el chalet: allí debía de haber un sótano. Aquella misma noche me planté allí, solo, y narcoticé al guardián. Entré por una ventana… No me vaya a entender mal mister Rolling… Cuando Tyklinski arriesga su vida, lo hace por sus ideas… No me hubiera costado nada salir por donde había entrado cuando oí un ruido que a cualquiera le hubiese puesto los pelos de punta… Sí, mister Rolling, en aquel instante comprendí que Dios le guiaba a usted cuando me envió a quitar a los rusos esa arma terrible, que pueden utilizar contra todo el mundo civilizado. Fue aquel un momento histórico, pani Zoya, se lo juro por mi honor de gentilhombre. Me lancé como una fiera a la cocina, donde sonaba el ruido aquel. Vi a Garin amontonando junto a la pared mesas, sacos y cajones. Al verme entrar echó mano al maletín de cuero que yo tan bien conocía —en el que solía guardar el modelo del aparato— y se metió de un salto en la habitación contigua. Saqué el revolver y me lancé en pos. Estaba abriendo la ventana, dispuesto a saltar a la calle.
»Disparé. Él, la maleta en una mano, un revólver en la otra, se refugió en lo hondo de la habitación, se parapetó tras la cama y abrió fuego. Fue un verdadero duelo, pani Zoya. Una bala me perforó la gorra. De pronto, Garin se tapó la boca y la nariz con un pañuelo, tendió hacia mí un tubo metálico, sonó un estampido como los taponazos del champagne y, en aquel mismo instante, miles de pequeñas uñas se clavaron en mi nariz, en mi garganta, en mi pecho… Un dolor insoportable llenó de lágrimas mis ojos, y empecé a estornudar, a toser, se me revolvieron las entrañas y perdone, pani Zoya, me dio tal vomitera que me desplomé inconsciente.
—Difenilcloroarsina mezclada con fosgeno mitad por mitad. Eso es muy barato. Ahora pertrechamos a la policía con granadas de ese tipo —observó Rolling.
—Sí… El señor tiene razón, era una granada de gas… Afortunadamente, una corriente de aire no tardó en llevarse aquel veneno. Recobré el conocimiento y llegué a casa medio muerto. Estaba intoxicado, me dolía todo, los agentes me buscaban por la ciudad… No quedaba más salida que escapar de Leningrado, cosa que hicimos con gran riesgo y salvando mil dificultades.
Tyklinski se encogió de hombros con aire de impotencia y abatió la cabeza, entregándose a la merced de Rolling. Zoya preguntó:
—¿Está usted seguro de que Garin también ha huido de Rusia?
—Creo que sí. Después de lo que ha pasado, hubiera tenido que dar explicaciones al servicio de investigación criminal.
—Pero ¿por qué ha venido precisamente a París?
—Necesita bujías de carbón. Sin ellas, su máquina es como un fusil sin cartuchos. Garin es físico. No entiende nada de química. Antes me encargaba a mí las pirámides y, posteriormente, al hombre a quien eso costó la vida en la isla Krestovski. Pero Garin tiene otro ayudante aquí, en París, y es a él a quien mandó el telegrama dirigido al bulevar des Batignolles. Garin he venido a París para seguir de cerca los experimentos de ese químico.
—¿Qué datos han reunido ustedes acerca del cómplice del ingeniero Garin? —preguntó Rolling.
—Vive en un hotel de mala muerte en el bulevar des Batignolles. Estuvimos ayer allí, y el portero nos dio algunos datos de él —respondió Semiónov—. Únicamente pernocta en el hotel. No guarda allí ningún objeto. Sale de casa con una bata de las que usan en París los estudiantes de medicina, los de química y los auxiliares de laboratorio. Por lo visto, trabaja cerca de allí.
—¿Qué aspecto tiene? ¡Vayan ustedes al diablo! ¿Qué puede importarme a mi su bata? ¿Les ha descrito el portero el aspecto de ese individuo? —casi gritó, Rolling.
Semiónov y Tyklinski cambiaron una mirada. El polaco se llevó la mano al corazón y dijo:
—Si el señor lo desea, hoy mismo le daremos pelos y señales de ese caballero.
Rolling calló unos minutos, fruncidas las cejas, y luego preguntó:
—¿Qué fundamento tienen ustedes para afirmar que el hombre a quien vieron ayer en el café del bulevar des Batignolles y el sujeto que esta mañana se ha metido bajo tierra en la Plaza de la Estrella sean una y la misma persona, es decir, el ingeniero Garin? Ya se han equivocado ustedes una vez en Leningrado. Contesten.
El polaco y Semiónov volvieron a mirarse. Tyklinski sonrió y dijo con la mayor delicadeza posible:
—No querrá usted afirmar, señor Rolling, que el ingeniero Garin tenga un doble en cada ciudad…
Rolling sacudió obstinado la cabeza. Zoya Monroz, los brazos abrigados en unas pieles de armiño, miraba indiferente por la ventana.
Semiónov dijo:
—Tyklinski conoce demasiado bien a Garin y no puede equivocarse. Lo importante ahora, Rolling, es aclarar otro punto. ¿Deja usted el asunto en manos nuestras, para que un buen día nos presentemos en el bulevar Malesherbes con el aparato y los diseños, o prefiere trabajar con nosotros?
—¡De ningún modo! —exclamó inesperadamente Zoya, sin apartar los ojos de la ventana—. A mister Rolling le interesan sobremanera los experimentos del ingeniero Garin, mister Rolling desearía adquirir la patente del invento, mister Rolling trabaja siempre sin transponer el marco de la ley; si mister Rolling creyera una sola palabra de lo que ha contado Tyklinski, telefonearía sin dilación, como es natural, al prefecto de policía, poniendo en manos de las autoridades a tan peligroso canalla y criminal. Pero como mister Rolling comprende perfectamente que Tyklinski ha inventado toda esa historia para sacarle más dinero, le permite, bondadosamente, que siga prestándole pequeños servicios.
Rolling sonrió por primera vez desde que se habían sentado a almorzar, sacó del bolsillo un mondadientes de oro y se hurgó con él en la boca. En las grandes entradas que remataban la congestionada frente de Tyklinski aparecieron unas gotitas de sudor; las mejillas del polaco pendieron fláccidas. Rolling dijo:
—La misión de ustedes es proporcionarme datos exactos y minuciosos, conforme a unos puntos que les serán comunicados hoy a las tres en el bulevar Malesherbes. Lo que se requiere de ustedes es que trabajen como decentes detectives, y nada más. Ni un solo paso, ni una sola palabra sin orden mía.