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Garin dirigía con seguridad y firmeza el trabajo, siguiendo el plan que encontró entre las anotaciones y los diarios de Mántsev.

Los cangilones atravesaron la gruesa capa de magma. Se oía el ronronear del hirviente océano subterráneo en el fondo de la mina. El pozo, con sus paredes congeladas en un espesor de treinta metros, formaba un cilindro indestructible, mas, pese a ello, trepidaba con tanta fuerza que hubo que abandonar los demás trabajos para aumentar el grosor de la capa congelada. Los elevadores sacaban a la superficie hierro cristalizado, níquel y olivinio.

Empezaron a observarse extraños fenómenos. En el mar, adonde cintas metálicas y pontones arrojaban la roca extraída, apareció una rara luminiscencia, que durante varios días fue cobrando mayor intensidad. Por fin, enormes masas de agua, de piedras y de arena saltaron al aire con parte de los pontones. La explosión fue tan poderosa que el huracán por ella originado derribó las barracas de los obreros y levantó una ola gigantesca, que invadió la isla y estuvo a punto de inundar el pozo.

Hubo que cargar la roca en barcazas y echarla en alta mar, donde también se produjeron aquella extraña luminiscencia y explosiones. Se debían a fenómenos aún desconocidos, originados por la desintegración atómica del elemento M.

En lo hondo del pozo ocurrían cosas no menos extrañas. En primer lugar, los aparatos de control, que poco atrás marcaban el cero, descubrieron de pronto un campo magnético de monstruosa tensión. Las saetas de los indicadores alcanzaron el tope. Del fondo del pozo salía una trémula luz lilácea. El propio aire parecía otro. El nitrógeno y el oxígeno, bombardeados por miríadas de partículas alfa, se descomponían en helio e hidrógeno.

Parte del hidrógeno que quedaba libre ardía en los rayos de los hiperboloides: unas serpentinas de fuego corrían por la mina; sonaban chasquidos como disparos de revólver. Las ropas de los obreros se inflamaban. Estremecían el pozo flujos y reflujos del océano de magma. Los cangilones de acero y las piezas de hierro de las máquinas se cubrían de una capa roja terrosa. En las piezas metálicas comenzó una violenta desintegración de los átomos. Muchos de los obreros sufrieron quemaduras causadas por unos rayos invisibles. Pese a todo, el “topo de hierro” continuaba atravesando la capa olivínica.

Garin casi no salía del pozo. Había empezado a comprender cuan loca era su empresa. Nadie sabía qué profundidad alcanzaba el hirviente océano subterráneo. ¿Cuántos kilómetros más tendría la capa de olivinio fundido? Sólo una cosa era indudable: los aparatos registraban la existencia en el centro de la tierra de un núcleo magnético sólido, de temperatura extraordinariamente baja.

Existía el peligro de que el congelado cilindro del pozo, más denso que el medio en fusión que lo rodeaba, se desprendiera por causa de la gravedad y fuera atraído hacia el centro. En efecto, en las paredes de la mina habían aparecido siniestras grietas, por las que escapaban ruidosos los gases. Hubo que reducir a la mitad el diámetro del pozo y colocar poderosas entubaciones verticales.

Ocupó mucho tiempo el montaje de un nuevo “topo de hierro”, cuyo diámetro era la mitad del anterior. Lo único reconfortante eran las noticias del “Arizona”. Por la noche, el yate, que de nuevo se había lanzado a sus correrías bajo la bandera pirata, penetró en el puerto de Melbourne, prendió fuego a los depósitos de copra, a fin de anunciar su llegada, y exigió cinco millones de libras esterlinas. (Para intimidar a la población, abatió con el rayo todos los árboles de una avenida cercana al mar.) La ciudad quedó desierta en el transcurso de unas horas, y los bancos pagaron el dinero. Al salir del puerto, un buque de guerra inglés abrió fuego contra el yate, y un proyectil de seis pulgadas le abrió un boquete más arriba de la línea de flotación. El yate, a su vez, atacó al navío de guerra y lo destrozó. Dirigió el combate madame Lamolle, desde la torre del hiperboloide.

Estas noticias alegraron a Garin. En los últimos tiempos lo acometían sombríos pensamientos: ¿Y si Mántsev se había equivocado en sus cálculos? Lo mismo que un año atrás, en la solitaria casa de la barriada Petrográdskaia, su cansado cerebro buscaba las posibilidades de salvación, en caso de que fracasara con el pozo.

El 25 de abril, cuando se encontraba de pie dentro del “topo de hierro”, en la plazoleta circular, Garin observó un fenómeno extraordinario. De arriba, del embudo que recogía los gases, cayó una lluvia de mercurio. Hubo que parar los hiperboloides. Atenuaron la congelación del fondo del pozo. Los cangilones habían atravesado la capa de olivinio y sacaban ya azogue puro. Según la tabla de Mendeléiev, el número siguiente al mercurio era el 81, el talio. El oro (peso atómico: 197,2; número: 79) figuraba en la tabla antes que el mercurio.

Sólo Garin y el ingeniero Scheffer comprendían que había ocurrido una catástrofe: al atravesar las capas de metales, dispuestos según su peso específico, no habían encontrado oro. ¡Sí, aquello era una catástrofe! ¡Maldito Mántsev, se había equivocado!

Garin agachó la cabeza. Esperaba cualquier cosa, pero no aquel triste fin… Scheffer extendió distraídamente la mano, con la palma hacia arriba, para atrapar las gotitas de mercurio que caían del embudo. De pronto, agarró a Garin del brazo y lo llevó hacia la vertical escalera. Cuando llegaron arriba, montaron en el ascensor, y se quitaron los cascos de goma, Scheffer pataleó con sus pesadas botas; su rostro, huesudo y de pueril expresión, resplandecía jubiloso.

—¡Pero si es oro! —gritó riendo—. ¡Somos unos borregos…! El oro y el mercurio hierven uno al lado del otro. ¿Qué resulta? Una amalgama de ambos metales… ¡Fíjese!

Scheffer abrió la mano, y Garin vio en ella unas gotitas de metal líquido. El ingeniero explicó:

—¡El mercurio tiene un matiz dorado! ¡Aquí hay un 90% de oro de ley!

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