La luna llena salió poco antes del amanecer. Lo que pareciera una confusa aglomeración de peñascos y rocas se perfiló nítidamente a la luz lunar, las derruidas bóvedas proyectaron aterciopeladas sombras, los restos de la muralla, cubierta de retorcidos arbolillos y tupidos zarzales, corrieron hacia abajo, hacia el barranco, y la torre cuadrada, la parte más vieja del castillo, construida por los normandos, revivió. En las tarjetas se la llamaba “Torre de los tormentos”.
Por la parte este llegaban a la torre unos arcos de ladrillo: por lo visto, en tiempos había allí una galería que la comunicaba con los apartamentos del castillo. De todo ello sólo quedaban los cimientos, piedras y dispersos capiteles de asperón. Junto a los fundamentos de la torre, bajo una bóveda de aljibe, que formaba como una especie de cascarón, se encontraba el “Esqueleto encadenado”.
Wolf, apoyados los codos en la reja, miró largamente el esqueleto y luego, volviéndose hacia Jlínov, dijo:
—Ahora mire aquí.
Abajo, en lo profundo, se extendía a la luz de la luna el valle, velado por la tenue gasa de la niebla. Argentadas escamas espejeaban en los claros de la fronda a los que asomaba el río. La ciudad parecía de juguete. No se veía ni una ventana iluminada. Más allá, a la izquierda, ardían centenares de luces en las fábricas de anilina. Las chimeneas despedían blancos penachos de humo y un rosado resplandor. Llegaban al monte los pitidos de las locomotoras y un confuso traqueteo.
—Tengo razón —dijo Wolf—, sólo desde esta meseta se puede proyectar el rayo. Mire, aquello son los almacenes de la materia prima, tras la muralla se encuentran, sin defensa alguna, los depósitos de los productos elaborados, y más allá se extienden los largos pabellones en que se produce a base de piritas, según el método ruso, ácido sulfúrico. Aquellas techumbres redondas que se ven un poco aparte son los talleres donde se fabrican la anilina y todas esas sustancias diabólicas que explotan a veces por propio capricho.
—Está bien, Wolf, si suponemos que Garin no emplaza el aparato hasta la noche del veintisiete, de todos modos debe haber indicios de sus preparativos.
—Hay que explorar las ruinas. Yo subiré a la torre, usted examine los muros y las bóvedas… En realidad no puede imaginarse un sitio más adecuado que ese donde está el esqueleto.
—A las siete nos veremos en el restaurante. Está bien.