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Un Rolls Royce se detuvo silencioso ante el hotel. Era un coche largo, con carrocería de caoba. El conserje, acompañado del tintineo de su cadena, se llegó, presuroso, a la puerta giratoria.

Entró primero un hombre bajo, de tez amarillenta, barba negra muy recortada y carnosa nariz de dilatadas aletas. Vestía un ancho y largo abrigo y un bombín calado hasta las cejas.

El hombre se detuvo, esperando con cara de mal humor a su acompañante, una mujer muy bonita que estaba hablando con un joven que había salido de la columnata de la entrada al encuentro del automóvil. Despidiéndose con una leve inclinación, la mujer cruzó la puerta giratoria. Era la célebre Zoya Monroz, una de las cortesanas más elegantes de París. Llevaba un traje blanco de lana, con las mangas guarnecidas, de la muñeca al codo, de largas pieles de mono negro. Su sombrerito de fieltro era creación de la mejor casa de modas de París. Sus movimientos eran a la vez graciosos y lánguidos. Zoya era guapa, fina, alta, con cuello de cisne, boca un poco grande y naricita ligeramente respingona. Sus ojos, de un azul grisáceo, denotaban un carácter frío y voluptuoso.

—¿Vamos a almorzar, Rolling? —preguntó al hombre del bombín.

—No. Quiero hablar con él antes del almuerzo.

Zoya Monroz sonrió irónica, como si perdonara, condescendiente, el brusco tono de la respuesta. En aquel instante entró rápido el joven que había hablado con Zoya Monroz junto al automóvil. Llevaba, desabrochado, un viejo abrigo y sostenía en sus manos un bastón y un sombrero de fieltro. Su excitado rostro lo acribillaban incontables pecas rojizas. Su ralo y áspero bigote parecía pegado al labio superior. El hombre quiso tender la mano a Rolling, pero éste, sin sacar las suyas de los bolsillos del abrigo, dijo en tono aún más duro:

—Llega usted con un cuarto de hora de retraso, Semiónov.

—No he podido venir antes… Estaba ocupado en nuestro asunto… Mil perdones… Lo he arreglado todo… Están de acuerdo… Pueden salir mañana para Varsovia…

—Si sigue usted gritando de esta manera, lo echarán del hotel —observó Rolling, clavando en el joven sus ojos turbios, que nada bueno prometían.

—Perdone, hablaré en un hilo de voz… En Varsovia ya lo tienen todo preparado: los pasaportes, la ropa, las armas y demás. A primeros de mayo cruzarán la frontera…

—La señorita Monroz y yo vamos a almorzar —dijo Rolling—. Mientras, irá usted a ver a esos caballeros y les dirá que deseo entrevistarme con ellos después de las cuatro. Adviértales que, si piensan engañarme, los entregaré a la policía…

Esta conversación tuvo lugar a comienzos de abril de mil novecientos veintitantos.

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