—¡Jaque! —exclamó el profesor, levantando el caballo comido—. ¡Jaque mate, Wolf, ha sido usted vencido, su parte del tablero está ocupada, se ve usted postrado de rodillas y durante sesenta y seis años tendrá que pagar reparaciones! Tal es la ley de la alta política imperialista.
—¿Me ofrece la revancha? —preguntó Wolf.
—¡Oh, no, quiero disfrutar de todas las ventajas del vencedor!
El profesor dio unos golpecitos en la rodilla a Jlínov.
—¡Qué dicen los periódicos, joven e intransigente bolchevique? Siete franceses despedazados? Qué se le va a hacer, los vencedores siempre son propensos a los excesos. La historia tiende al equilibrio. Pesimismo, sí, pesimismo es lo que llevan a sus casas, con lo que han robado, los señores vencedores. Empiezan a comer demasiadas grasas. Su estómago no puede digerirlas, y repugnantes tóxicos van a parar a la sangre. Despedazan a la gente, se ahorcan con los tirantes, se echan de cabeza al río. Pierden el amor a la vida. A los vencidos les queda el optimismo, a cambio de lo que les han robado. Creer que todo mejora y que todo está perfectamente en el mejor de los mundos posibles es una maravillosa cualidad del hombre. El pesimismo debe ser extirpado de raíz. El sombrío y sangriento misticismo del Oriente, la desesperada tristeza de la civilización helénica, las desenfrenadas pasiones de Roma entre las humeantes ruinas de sus urbes, el cruel fanatismo de la Edad Media, cuando se esperaba cada año el fin del mundo y el juicio final, y nuestro siglo, que construye los castillos de naipes de un ilusorio bienestar y engulle las atroces sandeces del cinematógrafo, ¿qué base tiene, que base tiene, pregunto yo, la endeble psicología del rey de la naturaleza? Su base es el pesimismo… el maldito pesimismo. He leído a su Lenin, querido amigo… Es un gran optimista… Siento respeto por él…
—Su humor es hoy excelente, maestro —dijo sombríamente Wolf.
—¿Sabe por qué? —el profesor se repantigó en su sillón de mimbre, la papada como un fuelle y los ojos brillando alegres y juveniles—. He hecho un descubrimiento de lo más curioso. He estudiado algunos materiales, he contrapuesto algunos datos y he llegado inesperadamente a una conclusión asombrosa… Si el gobierno alemán no fuera una cuadrilla de aventureros, si estuviera seguro de que mi descubrimiento no había de verse en manos de granujas y ladrones, quizás lo publicara. Pero, no, prefiero callar…
—Creo que a nosotros no nos lo ocultará —dijo Wolf. El profesor guiñó, malicioso, un ojo.
—¿Qué diría usted, amigo, si yo ofreciera a un honrado gobierno alemán… fíjese que subrayo la palabra “honrado”, dándole un sentido muy particular… si le ofreciera cuanto oro necesitase?
—¿De dónde? —preguntó Wolf.
—De la tierra, claro está.
—¿De qué tierra?
—Da lo mismo. De cualquier punto de la corteza terrestre… Del centro de Berlín, si quiere. Pero no lo haré. No creo que ese oro nos enriqueciera a nosotros, a mí, a usted, a todos los Fritz y Michel. Quizás fuéramos más pobres todavía. Sólo un hombre, su compatriota —al decir estas palabras el profesor se volvió hacia Jlínov—, ha propuesto emplear el oro en que lo que realmente se debería… ¿Sabe a qué me refiero?
Jlínov sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Profesor, estoy acostumbrado a que hable usted en serio —dijo Wolf.
—Me esforzaré por hacerlo. En la tierra de nuestro amigo, en Moscú, los fríos llegan a treinta grados bajo cero. Si vierte usted desde un tercer piso un jarro de agua, ésta cae al pavimento formando bolitas de hielo. La Tierra lleva quince mil millones de años girando en el espacio cósmico. ¿Ha debido —¡qué diablos!— enfriarse en eso tiempo? Yo afirmo que la tierra se ha enfriado hace ya mucho, que ha irradiado todo su calor al espacio interplanetario. Ustedes objetarán: ¿y los volcanes, la lava fundida, los géiseres? Entre la corteza terrestre, débilmente calentada por el Sol, y toda la masa de la tierra hay una capa de metales en fusión: la llamada capa olivínica. Esta capa debe su origen a la desintegración atómica de la masa fundamental de la Tierra. Esta masa fundamental es una esfera con la temperatura del espacio interplanetario, es decir, con una temperatura de doscientos setenta y tres grados bajo cero. Los productos de la desintegración —la capa olivínica— son metales en estado líquido: olivino, mercurio y oro. Según numerosos datos, no se encuentran muy hondo, están a una profundidad de quince mil a tres mil metros. En el centro de Berlín puede abrirse un pozo, y el oro líquido fluirá del mismo, como un surtidor de petróleo, de lo profundo de la capa olivínica…
—Es lógico y sugestivo, pero poco verosímil —observó Wolf, tras un corto silencio—. Abrir un pozo tan profundo, con los medios de que hoy se dispone, es imposible…