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Un hombre bajo y grueso, de pelo gris peinado con raya, que llevaba unas gafas de cristales azules para proteger sus ojos enfermos, se encontraba de pie junto a una estufa revestida de azulejos y, gacha la cabeza, escuchaba a Jlínov.

Al principio, Jlínov tomó asiento en el diván, después se acomodó en el poyo de la ventana y terminó yendo y viniendo por aquella pequeña sala de la Embajada soviética.

Hablaba de Garin y de Rolling. Aunque su relato era exacto y coherente, Jlínov se daba cuenta de lo increíble que resultaba aquel cúmulo de acontecimientos.

—Supongamos que Wolf y yo estemos equivocados… Magnífico, nos sentiríamos felices si nuestras conclusiones fueran erróneas. Sin embargo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que ocurra esa catástrofe. A nosotros, sólo debe interesarnos ese cincuenta por ciento. Usted, como embajador, puede persuadir, influir, abrir los ojos a la gente… Todo el asunto es terriblemente grave. El aparato existe. Shelgá lo ha tocado con sus propias manos. Hay que actuar inmediatamente, sin dilación. Dispone usted de un día, a lo sumo. Mañana por la noche se desencadenará la catástrofe. Wolf se ha quedado en K. Hace lo que puede para advertir a los obreros, a los sindicatos, a los habitantes de la ciudad, a la administración de las fábricas. Como es natural… como es natural, nadie lo cree… Incluso usted…

Sin levantar la mirada, el embajador guardó silencio.

—En la redacción de un periódico de aquí se han reído de nosotros hasta desternillarse… En el mejor de los casos, consideran que nos hemos vuelto locos.

Jlínov se apretó la cabeza con las manos; unos revueltos mechones asomaron entre los sucios dedos. Tenía las mejillas chupadas y el rostro polvoriento. Sus ojos, casi blancos, miraban fijos, como si contemplaran una visión de espanto. El embajador lo miró disimuladamente, por encima de las gafas, y preguntó:

—¿Por qué no se dirigieron a mí antes?

—No teníamos pruebas… Conjeturas, deducciones rayanas en el delirio, en la locura… A mí incluso ahora me parece todo, a veces, una pesadilla; me parece que despertaré y respiraré aliviado… Le aseguro que estoy en mi sano juicio. Durante ocho días, Wolf y yo no nos hemos quitado la ropa, no hemos dormido.

Después de unos minutos de silencio, el embajador dijo muy serio:

—Estoy seguro de que no es usted un embustero, camarada Jlínov. Lo más posible es que se hayan dejado dominar ustedes por una obsesión…

Viendo que Jlínov hacía un gesto desesperado, el embajador levantó rápidamente la mano y continuó:

—Sin embargo, me ha convencido eso del cincuenta por ciento. Haré todo lo que esté a mi alcance…

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