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Las alas de aluminio brillaron altas sobre el verde aeródromo y el avión de pasajeros de seis plazas se ocultó entre blancas nubes. El grupo de personas que había ido a despedir a los pasajeros quedó en tierra, la cabeza levantada hacia el radiante azul, en el que planeaba perezoso un gavilán y rasgaban el aire las golondrinas, pero el pájaro de aluminio volaba ya lejos, muy lejos.

Los seis pasajeros, sentados en crujientes sillones de mimbre, contemplaban la tierra liláceo-verdosa, que caía lentamente hacia abajo. En ella, los caminos parecían sinuosos hilos, y las casas y los campanarios, juguetes un tanto inclinados. Lejos, a la derecha, se extendía la lámina azul del agua.

Se deslizó por delante la sombra de una nube, ocultando los detalles de la corteza terrestre. Luego la nube apareció muy cerca, bajo el aparato.

Pegados a las ventanillas, los seis pasajeros se sonrieron con forzada sonrisa de personas que sabían dominarse. El transporte aéreo era aún cosa nueva. A pesar de la confortable cabina y las revistas y los catálogos esparcidos en las plegables mesitas, a pesar de las comodidades que parecen excluir todo peligro, los pasajeros hacían esfuerzos para persuadirse a sí mismos de que el transporte aéreo era, en fin de cuentas, menos peligroso que, pongamos por caso, cruzar una calle a pie. Otra cosa era en el aire. En el aire, cuando se encontraba una nube, se la atravesaba, sin más consecuencias que el natural empañamiento de los cristales de la cabina; cuando el granizo golpeteaba el metal o el aparato saltaba como si hubiese entrado en un bache, se aferraba uno a los brazos del sillón de mimbre, y los ojos parecían querer saltar de las órbitas, pero otro de los pasajeros hacía un guiño y reía: ¡Vaya con el bachecito…! Cuando embestía un huracán de esos que en un segundo tronchan los mástiles de un velero, le arrancan el timón y barren las lanchas y a los hombres al proceloso mar, el pájaro metálico, fuerte y escurridizo, se inclinaba sobre un ala, hacía aullar con mayor fuerza los motores y escapaba, elevándose mil metros más arriba de la zona del huracán.

En pocas palabras, apenas si había pasado una hora cuando los pasajeros ya estaban hechos al vacío sobre el que se sostenían y al cabeceo del avión. El rugir de los motores no dejaba charlar. Algunos se pusieron los auriculares con membranas microfónicas y entablaron conversación. Enfrente de Shelgá iba un hombre flaco, de unos treinta y cinco años, con un raído abrigo y una gorra a cuadros comprada, por lo visto, para salir al extranjero.

Su rostro era pálido, de tez fina y perfil bello, sombrío e inteligente; usaba una barba rubia y sus rasgos denotaban serenidad y firmeza. El hombre iba inclinado, las manos apoyadas en las rodillas. Shelgá, sonriente, le hizo una señal. El otro se puso los auriculares. Shelgá le preguntó:

—¿No estudiaba usted en el gimnasio de Yaroslavl (El hombre asintió con la cabeza.) Somos paisanos, yo le recuerdo. Usted es Alexéi Semiónovich Jlínov, ¿no? (El hombre volvió a asentir.) ¿Dónde trabaja usted ahora?

—En el laboratorio de física de la Escuela Politécnica —respondió, ahogada por el zumbido de los motores, la débil voz de Jlínov.

—¿Va usted en comisión de servicio?

—A Berlín, a ver a Reicher.

—¿Es un secreto?

—No. Hemos sabido en marzo que en el laboratorio de Reicher se ha llevado a cabo la desintegración atómica del mercurio.

Jlínov se volvió hacia Shelgá, y sus graves ojos, se clavaron en él. Shelgá dijo:

—No entiendo de eso, no soy especialista.

—Por ahora, los trabajos se llevan a cabo en el laboratorio. Aún falta mucho para la aplicación industrial… Aunque… —Jlínov miraba las nubes, blancas como la nieve, que, en densa capa, tapaban la tierra—, aunque del gabinete del físico al taller fabril no hay más que un corto paso. El principio de la desintegración artificial del átomo debe ser sencillo, extraordinariamente sencillo. Por supuesto, sabrá usted lo que es un átomo.

—Algo muy pequeño —dijo Shelgá mostrando con los dedos lo pequeño que lo creía.

—En comparación con un grano de arena, es lo mismo que el grano de arena comparado con el globo terrestre. Sin embargo, medimos el átomo, calculamos la velocidad con que giran sus electrones, su peso, su masa, la magnitud de la carga eléctrica. Vamos llegando al corazón mismo del átomo, a su núcleo. Este encierra el secreto del poder sobre la materia. El futuro de la humanidad depende de que logremos dominar el núcleo del átomo, una partícula de energía material cuya magnitud es la trillonésima parte de un centímetro.

A una altura de dos mil metros, Shelgá oyó cosas sorprendentes, más prodigiosas que los cuentos de Scherezada, pero que no eran cuentos. En la época en que la dialéctica de la historia llevó a una clase a una guerra de exterminio y a otra a la insurrección, en la época en que ardían las ciudades, convirtiéndose en polvo y cenizas, y nubes de gases se arrastraban sobre campos y jardines, cuando la propia tierra se estremecía por los gritos coléricos de las revoluciones sofocadas y, como en los tiempos antiguos, los verdugos echaban mano en las mazmorras de ruedas y tenazas, cuando por las noches empezaron a crecer en los árboles de los parques monstruosos frutos con las lenguas colgantes y cayeron del hombre las sotanas idealistas, tan amorosamente adornadas: en aquel decenio monstruoso y titánico, los maravillosos cerebros de los sabios lucían como solitarias antorchas.

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