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Siete semanas habían transcurrido desde aquella tarde. El doble de Garin había sido asesinado en la isla Krestovski. Semiónov se había presentado en el bulevar Malesherbes sin los diseños y sin el aparato. Rolling estuvo a punto de partirle la cabeza con el tintero. A Garin o a su doble lo habían visto la víspera en París.

Al día siguiente, como era su costumbre, Zoya pasó a la una de la tarde por el bulevar Malesherbes. Rolling se sentó a su lado en la limousine, apoyó la quijada en el puño del bastón y dijo entre dientes.

—Garin está en París.

Zoya se recostó en los cojines. Rolling la miró con enojo y gruñó:

—Hace tiempo que hubieran debido guillotinar a Semiónov. Es un inútil, un asesino de baja estofa, un sinvergüenza y un alcornoque. He confiado en él y me ha dejado en ridículo. Es de esperar que aquí me mezcle en algún asunto feo…

Rolling hizo participe a Zoya de su conversación con Semiónov. No habían podido hacerse con los diseños y el aparato porque los zánganos pagados por Semiónov no habían asesinado a Garin sino a su doble. La aparición del doble era lo que más preocupaba a Rolling. Comprendía que su enemigo era listo. O bien Garin sabía que contra él se gestaba un atentado o bien lo había intuido y, para confundir el rastro, buscó a una persona que se pareciera a él. Todo aquello era muy confuso, pero lo más incomprensible era su presencia en París. ¿Por qué diablos estaba allí?

La limousine rodaba por los Campos Elíseos entre todo un torrente de coches. El día era tibio, suave, y en la ligera y azulenca bruma se perfilaban los caballos alados y la cúpula de cristal del Gran Salón, los tejados semicirculares de las casas altas, las marquesinas de las ventanas y las tupidas y opulentas copas de los castaños.

En los automóviles iban —unos repantigados, otros pierna sobre pierna o chupando el puño del bastón—, achaparrados nuevos ricos con sombreros de primavera y chillonas corbatas. Iban a almorzar al bosque de Bolonia con esas encantadoras jovencitas que París ofrece gustoso a los extranjeros para que no se aburran.

En la plaza de la Estrella, la limousine de Zoya Monroz adelantó a un taxi que ocupaban Semiónov y un hombre de rostro abotargado y amarillo, con ceniciento bigote. Inclinados adelante, ambos tenían puesta la mirada, como presas de un inexplicable frenesí, en un pequeño automóvil verde que torcía por la plaza hacia la estación del ferrocarril subterráneo.

Semiónov señalaba a su chofer el coche verde, pero era muy difícil abrirse paso en aquel torrente de automóviles. Por fin lo lograron y, a toda marcha, quisieron cortar el camino al pequeño automóvil verde. Pero éste ya se había detenido ante el Metropolitano.

De él se apeó rápidamente un hombre de edad media, que vestía un ancho abrigo de paño.

Todo aquello ocurrió en el transcurso de dos a tres minutos ante los ojos de Rolling y de Zoya. Esta gritó al chofer que torciera hacia el Metro. Se detuvieron casi al mismo tiempo que el coche de Semiónov. Agitando en el aire su bastón, Semiónov corrió a la limousine, abrió la portezuela y dijo, terriblemente excitado:

—Era Garin. Ha escapado. No importa. Hoy iré en busca suya al boulevar des Batignolles y le propondré un convenio. Rolling, hay que llegar a un acuerdo. ¿Cuánto asigna usted para la adquisición del aparato? No se preocupe, actuaré dentro de la ley. A propósito, permítame que le presente a Stas Tyklinski. Es un hombre del todo decente.

Sin esperar la autorización de Rolling, Semiónov llamó a Tyklinski. Este se acercó a la rica limousine. se quitó el sombrero precipitadamente y besó la mano a Soya Monroz.

Rolling no dio la mano a ninguno de los dos, y en lo hondo de la limousine, sus ojos centellearon como los de un puma enjaulado. Seguir en la plaza, a la vista de todo el mundo, era poco prudente, y Zoya propuso que fuesen juntos a almorzar a la orilla izquierda, al restaurante “Lapeyrouse”, poco frecuentado en aquella estación del año.

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