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En el mundo hubo siete maravillas. La memoria del género humano guardó hasta nuestros días el recuerdo de tres: el templo de Diana en Efeso, los jardines de Babilonia y el coloso de Rodas. El recuerdo de las restantes se hundió en el fondo del Atlántico.

Madame Lamolle repetía todos los días que la mina de la Isla de Oro debía ser considerada la octava maravilla. A la hora de cenar, en una sala del palacio, recién terminada, con enormes ventanales abiertos al tenue soplo del océano, madame Lamolle levantaba su copa, diciendo:

—¡Por la maravilla, por el genio, por la audacia!

Toda la alta sociedad de la isla se levantaba para aclamar a madame Lamolle y a Garin. Todos estaban entregados a un trabajo febril y gestaban planes a cual más fantástico. No importaba que allá en los continentes vociferaran diciendo que se infringían las leyes. ¡Al cuerno! Allí zumbaba día y noche la mina, se deslizaban ruidosos los cangilones de los elevadores, adentrándose más y más hacia las inagotables reservas de oro. Los placeres auríferos de Siberia, los cañones de California y los desiertos nevados de Klondike eran una futileza, algo sin importancia. En la isla, el oro se hallaba bajo los pies, en cualquier lugar, con tal de que se penetrase a través del granito y del hirviente olivinio.

En los diarios del desventurado Mántsev encontró Garin la siguiente anotación:


En la presente época, es decir, después del cuarto período, el glacial, al desarrollarse con extraordinaria rapidez una raza de animales privada de pelo, capaz de desplazarse sobre las extremidades traseras y dotada de una cavidad bucal capaz, por su construcción, de pronunciar distintos sonidos, el globo terrestre ofrece el cuadro que doy a continuación.

Su corteza, de granito y dioritas, tiene un espesor de cinco a veinticinco kilómetros. La corteza está cubierta de sedimentos marinos, capas de vegetación muerta (carbón) y animales desaparecidos (petróleo). La corteza yace sobre la segunda capa del globo terrestre, la capa olivínica, compuesta de metales en fusión.

En algunos lugares, por ejemplo en ciertas zonas del Pacífico, la capa olivínica se encuentra cerca de la superficie de la tierra, a una profundidad de cinco kilómetros.

El espesor de la capa de metales en fusión es hoy día de más de cien kilómetros y aumenta un kilómetro cada cien mil años.

En la capa olivínica hay que distinguir tres estratos: el más cercano a la corteza terrestre lo componen escorias, las lavas que vomitan los volcanes; el segundo está formado de olivinio, hierro y níquel, es decir, de lo que se componen los meteoritos que caen en forma de estrellas fugaces a la tierra en las noches de otoño; el estrato inferior, por último, lo integran oro, platino, circonio plomo y mercurio.

Los tres estratos de la capa olivínica descansan, como sobre una almohada, en una capa de helio, condensado hasta alcanzar el estado líquido, debido a la desintegración atómica.

Por fin, bajo la capa de gas líquido, se encuentra el núcleo de la tierra. Este núcleo, sólido, metálico, tiene una temperatura de unos 273 grados bajo cero, es decir, la temperatura del espacio cósmico.

El núcleo de la tierra lo constituyen pesados metales radiactivos. Conocemos dos de ellos, el uranio y el torio, que figuran a lo último en la tabla de Mendeléiev. Sin embargo, estos dos metales son producto de la desintegración de otro, el principal, un metal superpesado que hasta ahora desconocíamos.

He hallado huellas de ese metal en los gases de los volcanes. Se trata del metal M. Su peso es once veces superior al del platino. Posee una monstruosa fuerza radiactiva. Si se extrajera a la superficie de la tierra un kilogramo de ese metal, todo lo vivo perecería en varios kilómetros a la redonda, y todos los objetos a los que su irradiación alcanzara se harían luminiscentes.

Si tomamos en consideración que el peso específico del núcleo terrestre no pasa de ocho, como el del hierro —por ello se conjeturaba erróneamente que era de ese metal—, y que el metal M no puede hallarse en estado poroso, sometido en el núcleo, a una presión de un millón de atmósferas, se impone la siguiente conclusión.

El núcleo de la tierra es una esfera hueca, o una bomba, de metal M llena de helio cristalizado a consecuencia de la monstruosa presión.

He aquí una sección del globo terrestre:


El metal M, que compone el núcleo de la tierra, al desintegrarse incesantemente y convertirse en otros metales más ligeros, despide una monstruosa cantidad de calor. El núcleo de la tierra se calienta. Dentro de unos miles de millones de años, la tierra se calentará toda, estallará como una bomba, arderá, se convertirá en una esfera gaseosa con un diámetro igual a la órbita que la luna describe en torno a ella, lucirá como una pequeña estrella y después volverá de nuevo a enfriarse y contraerse hasta recobrar su tamaño actual. Entonces, la vida resurgirá en la tierra, pasarán miles de millones de años y aparecerá el hombre, empezará un vertiginoso desarrollo de la humanidad, la lucha por una estructura social más elevada.

La tierra de nuevo se calentará sin cesar, gracias a la desintegración atómica, para lucir de nuevo como una pequeña estrella.

Tal es el ciclo de la vida de la tierra, que se ha repelido y se repetirá incontables veces. La muerte no existe. Existe tan sólo la renovación eterna.


Esto es lo que leyó Garin en el diario de Mántsev.

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