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Los acontecimientos de los últimos días —el ataque del dirigible “P.H.” a la escuadra americana y la orden de cañoneo dada a ésta— alborotaron a todos los habitantes de la Isla de Oro.

En la oficina había ya montones de solicitudes pidiendo la cuenta. La gente sacaba sus depósitos de la caja de ahorros. Los obreros deliberaban tras las alambradas, sin prestar la menor atención a los policías blanco-amarillos, de rostro sombrío y decidido que montaban la guardia. Las colonias parecían colmenas alarmadas. En vano tocaban las cornetas y los tambores en el barranco, ante las casas de trato. El Luna-Park y los bares estaban vacíos. En vano los quince provocadores hacían esfuerzos sobrehumanos para que aquel mal estado de ánimo desembocara en una pelea entre los obreros de las distintas nacionalidades. En aquellos días nadie quería partir los hocicos a otro por el mero hecho de que viviera tras otra alambrada.

El ingeniero Cermak hizo pegar por toda la isla un decreto gubernamental. Se declaraba el estado de guerra, se prohibían las reuniones y los mitines y, hasta nueva orden, nadie tenía derecho a pedir la cuenta. Se advertía a la población que no debía criticar al gobierno. El trabajo en la mina debía proseguirse día y noche, sin interrupción.

“Una riqueza fabulosa —decía el decreto— espera a quienes en estos días apoyen incondicionalmente a Garin. A los pobres de espíritu los echaremos de la isla nosotros mismos. Recordad que luchamos contra quienes nos impiden enriquecernos”.

A pesar del resuelto tono del decreto, la víspera del día en que se esperaba el ataque de la flota, los obreros de la mina declararon por la mañana que pararían los hiperboloides y las máquinas de aire líquido si antes de las doce no se les abonaba el salario (era día de paga) y no se enviaba al gobierno americano una declaración de paz solicitando el cese de las operaciones militares.

Detener las máquinas de aire líquido equivalía a volar la mina y, quizá, a provocar una erupción de magma fundida. El peligro era serio. El ingeniero Cermak se puso nervioso y amenazó con fusilamientos. Los policías se concentraron en torno a la mina. Entonces, cien obreros bajaron a las cavernas laterales del pozo y comunicaron por teléfono a la oficina:

“No nos dejan otra salida que no sea la muerte. A las cuatro saltaremos al aire con toda la isla”.

Pese a todo, aquello daba un plazo de cuatro horas. El ingeniero Cermak retiró de la mina a la policía, montó en su moto y voló al palacio. Allí encontró a Garin conversando con Shelgá, ambos sofocados, el pelo en desorden. Al ver a Cermak, Garin se levantó de un salto, todo rabioso.

—¿Quien le ha enseñado a gobernar tan estúpidamente?

—Pero…

—Silencio… Lo destituyo. Vaya al laboratorio, al cuerno, adonde le plazca… ¡Usted es un burro…!

Garin abrió la puerta y echó a Cermak de un empujón. Luego volvió hacía la mesa, en un ángulo de la cual estaba sentado Shelgá, con un cigarro entre los dientes.

—Shelgá, ha llegado la hora —yo la preveía— en que sólo usted puede dominar el movimiento y salvar la causa… Lo que ha empezado en la isla es más peligroso que diez flotas americanas.

—Sí —dijo Shelgá—, ya era hora de que lo comprendiese…

—Váyase al cuerno con sus lecciones de política… Lo nombro gobernador de la isla, con poderes extraordinarios… Pruebe a negarse —advirtió precipitadamente Garin a grito pelado y se lanzó hacía la mesa, de donde sacó el revólver—. En pocas palabras: si dice que no, disparo… ¿sí o no?

—No —respondió Shelgá, mirando el revólver con el rabillo del ojo.

Garin disparó. Shelgá se llevó a la sien la mano con que sostenía el cigarro.

—¡Mierda, canalla…!

—¿Que, está de acuerdo?

—Deje ese trasto.

—Está bien.

Garin echó el revólver al cajón.

—¿Qué quiere usted, que los obreros no vuelen la mina? Está bien. No la volarán. Pero he de ponerle algunas condiciones…

—Las acepto de antemano.

—Seguiré siendo en la isla, como hasta ahora, una persona privada. Yo no soy su criado ni un mercenario. Eso en primer lugar. Todas las fronteras entre las nacionalidades hay que destruirlas hoy mismo, sin que quede ni una sola alambrada. Eso en segundo lugar…

—De acuerdo.

—Su banda de provocadores…

—Yo no tengo provocadores —protestó rápido Garin.

—Miente…

—Bueno, sí, miento. ¿Qué quiere que haga con ellos. que los eche al mar?

—Esta misma noche.

—Délo por hecho. Considérelos ahogados.

Garin tomaba rápidamente notas en su bloc.

—Por último —dijo Shelgá—, exijo una no ingerencia absoluta en mis relaciones con los obreros.

—¿Pero que me dice?

Shelgá torció el hocico y quiso levantarse de la mesa, pero Garin lo sujetó del brazo.

—De acuerdo. De todos modos llegará la hora en que le rompa a usted las costillas. ¿Qué más quiere?

Shelgá, entornados los ojos, dio unas chupadas al cigarro, de modo que el humo ocultó su astuto y curtido rostro, de recortado bigote rubio y respingona nariz. En aquel instante sonó el teléfono. Garin levantó el auricular.

—Al aparato. ¿Qué? ¿Un radiograma?

Garin colgó el auricular del teléfono y se puso los de la radio. Mientras escuchaba, se mordía la uña del pulgar. Sus labios se torcieron en una sonrisa.

—Puede tranquilizar a los obreros. Mañana pagamos. Madame Lamolle ha conseguido diez millones de dólares. Ahora envia por el dinero al dirigible de recreo. El “Arizona” se encuentra tan sólo a cuatrocientas millas al noroeste.

—Eso simplifica el asunto —dijo Shelgá, y, hundiendo las manos en los bolsillos, salió.

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