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En una de las ventanillas de la Oficina Central de Correos y Telégrafos se introdujo una mano gruesa y rojiza que, temblorosa, sostenía el texto de un telegrama.

El telegrafista contempló la mano aquella durante algunos segundos y, por fin, comprendió qué le extrañaba: “¡Ah, le falta un dedo, el meñique!” Luego, leyó el texto, que decía:

“Varsovia. Calle Marzalkovska. Semiónov. Encargo cumplido a medias. Ingeniero partió. Documentos sin conseguir. Espero indicaciones. Stas”.

El telegrafista subrayó con un lápiz rojo la palabra Varsovia. Se levantó luego y, tapando con su cuerpo la ventanilla, examinó por encima del cristal a la persona que había entregado el telegrama. Era un hombre corpulento, de edad media, cara abotargada, de tez enfermiza, gris amarillenta, y colgantes bigotes rojos que medio tapaban su boca. Sus ojos apenas si se veían en las rendijas que separaban los inflamados párpados. Una gorra de terciopelo marrón cubría su afeitada cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó brusco el hombre—. Trasmita el telegrama.

—Está cifrado —dijo el telegrafista.

—¿Cifrado? ¡Qué tonterías dice usted! Es un telegrama comercial y debe usted aceptarlo. Ahora le mostraré mi documentación, trabajo en el consulado polaco; tendrá que responder, si el telegrama llega tarde.

El hombre de los cuatro dedos estaba encolerizado y sacudía sus fláccidas mejillas; más que hablar, ladraba, pero la mano que descansaba en la ventanilla seguía temblando, como si su dueño se sintiera temeroso de algo.

—Mire, ciudadano —dijo el telegrafista—, aunque asegura usted que se trata de un telegrama comercial, yo afirmo que es un telegrama político cifrado.

El telegrafista esbozó una sonrisa. El señor de la tez amarilla, exasperado, levantó la voz. Mientras tanto, una de las empleadas tomaba, sin que nadie lo advirtiera, el despacho y lo llevaba a la mesa tras la que Vasili Vitálievich Shelgá examinaba todos los telegramas recibidos aquel día en la oficina.

Apenas vio la dirección —“Varsovia, calle Marzalkovska”—, salió a la sala, se ubicó detrás del encolerizado caballero e hizo una seña al telegrafista. Este, torciendo el hocico, se metió gruñón con la política de los panis y se puso a extender el recibo. El polaco, resoplando de rabia, rebullía inquieto, haciendo crujir sus zapatos de charol. Shelgá examinó atento sus grandes pies, se alejó luego hacia la puerta y, señalando con la cabeza al polaco, dijo al agente de guardia:

—Sígale.

Las pesquisas hechas el día anterior con el perro policía llevaron del chalet en el bosquecillo de abedules al río Krestovka, donde se perdía el rastro: por lo visto, los asesinos habían tomado allí una barca. Aquel día no se había podido obtener ningún otro dato. Era evidente que los criminales estaban bien ocultos en Leningrado. La revisión de los telegramas tampoco había dado nada que valiera la pena. Sólo el último, dirigido a Varsovia, a un tal Semiónov, encerraba algún interés.

El telegrafista entregó el recibo al polaco, que hundió dos dedos en el bolsillo del chaleco, disponiéndose a pagar. En aquel momento se acercó rápidamente a la ventanilla, con el texto de un telegrama en la mano, un hombre guapo, de ojos negros y puntiaguda barbita, que, esperando su turno, contemplaba con tranquila antipatía la abultada panza del irascible polaco.

Después, Shelgá vio que el hombre de la barbita ponía todos sus músculos en tensión: había visto la mano con los cuatro dedos y, al instante, miraba al polaco a la cara.

Sus ojos se encontraron. El polaco abrió la boca, lleno de asombro. Sus hinchados párpados se dilataron. Sus turbios ojos reflejaron espanto. Su rostro, como si fuera el de un monstruoso camaleón, mudó de color adquiriendo un tinte plomizo.

Shelgá comprendió repentinamente qué pasaba, pues había reconocido al individuo de la barbita: era el doble del hombre asesinado en el chalet…

El polaco emitió un ronco grito y se dirigió con increíble rapidez a la salida. El agente de guardia, que tenía la orden de seguirle a cierta distancia, lo dejó salir a la calle y echó tras él.

El doble del muerto continuó junto a la ventanilla. Sus ojos de mirada fría, rodeados de oscuras sombras, no expresaban nada que no fuera sorpresa. Se encogió de hombros y, cuando el polaco desapareció, entregó al telegrafista el siguiente texto:

“París. Bulevar des Batignolles. Lista de Correos 555. Emprenda inmediatamente análisis. Eleve calidad 50% Mediados mayo espero primera partida. P. P.”

—El telegrama se refiere a unos trabajos científicos que lleva a cabo un camarada mío en comisión de servicio en París, enviado por el Instituto de Química Inorgánica —dijo el hombre al telegrafista.

Luego, muy pausado, sacó del bolsillo una cajetilla de cigarrillos, golpeo en la tapa uno de ellos y lo encendió con mucha parsimonia. Shelgá se acercó al hombre y le dijo muy cortés:

—¿Podría usted escucharme unos segundos?

El hombre de la barbita lo miró, bajó los ojos y respondió con gran amabilidad:

—Con mil amores.

—Soy un agente del servicio de investigación criminal —se presentó Shelgá, entreabriendo su carnet—. ¿Quizás busquemos un lugar más adecuado para nuestra conversación?

—¿Quiere usted detenerme?

—¡No tengo la menor intención. Quiero advertirle que el polaco que acaba de salir corriendo está dispuesto a asesinarle del mismo modo que asesinó ayer al ingeniero Garin en la isla Krestovski.

El hombre de la barbita quedó un instante pensativo, pero no perdió ni su cortesía ni su tranquilidad.

—Con mucho gusto. Vamos, tengo quince minutos disponibles.

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